La posición del Brasil de Lula ante el conflicto ruso-ucraniano no modifica sustancialmente la que mantuvo antes Bolsonaro. Hay diferencias, en cambio, con respecto al papel de Unasur. ¿Hacia dónde apunta Brasil en los asuntos regionales y globales?
El tópico típico sobre el papel de Brasil en América Latina lo describía tradicionalmente como el “gigante dormido”. Kissinger, por su parte, asumió en su momento que el entendimiento con Brasil equivalía, para Estados Unidos, a poco menos que encarrilar sus relaciones con toda América Latina. Ciertamente, y en medio de sus profundas contradicciones internas, la gran nación lusoparlante ejerce un notable peso específico en la región. Con el paso del tiempo, de hecho, ha llegado a convertirse en la mitad geográfica, demográfica y económica de toda Suramérica, logrando al mismo tiempo el difícil objetivo de no ser necesariamente percibido, por parte de sus vecinos, como una amenaza constante.
Para ello, Brasil ha sabido siempre combinar la influencia que ejerce mediante su tamaño con el ejercicio de una hábil diplomacia, potenciando de este modo su capacidad para hacer valer sus intereses en el plano internacional y posicionándose como un actor relevante en el hoy llamado Sur Global. Visión, claridad y cordialidad son atributos de Itamaraty, cancillería y escuela diplomática que ha sido determinante para la continuidad de los lineamientos de la política exterior brasileña. Gracias a ello, el gigante sudamericano ha podido ahorrarse esos delirios esquizofrénicos en los que con harta frecuencia suelen recaer las demás repúblicas latinoamericanas. A diferencia de muchos de sus vecinos, Brasil puede preciarse, más bien, de lucir predecible, benévolo y confiable.
Esa continuidad, sin embargo, no deja de generar alguna inquietud en ciertos casos. Hoy en día, por ejemplo, llama la atención el modo en que figuras tan antagonistas como Luiz Inácio “Lula” da Silva y Jair Bolsonaro se han mostrado extremadamente cautos a la hora de cuestionar la invasión rusa de Ucrania. Enemigos irreconciliables en casi todo lo demás, ambos presidentes han desarrollado una línea de notable continuidad sobre este particular, evidenciando así que se trata de una política de Estado.
El vínculo entre Brasilia y Moscú va mucho más allá de un tema comercial —como pudiera sugerir en un principio el hecho de que Rusia le suministre a Brasil una parte muy importante de los fertilizantes que consume— o meramente diplomático —lo que pudiera ser el caso, si todo se redujera al intento de Brasil de apegarse a una estricta neutralidad ante un conflicto bélico del que no forma parte. En realidad, el asunto de fondo se relaciona con el hecho de que ambos países forman parte de los BRICS, un exclusivo club de potencias (re)emergentes que están de acuerdo en cooperar para fortalecer sus respectivas agendas geopolíticas frente a lo que consideran como potenciales intentos de disciplinamiento por parte de Occidente.
No comparten Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica (BRICS), ni una ideología, ni una identidad étnica, ni una forma similar de gobierno, sino más bien el interés común de no verse envueltos bajo directrices norteamericanas o europeas que condicionen sus respectivas agendas geopolíticas. Y si bien hasta ahora no se trata de un “club de autocracias”, sí es verdad que las tendencias autoritarias se están incrementando en estos cinco países, según lo ratifican distintos índices de la democracia como The Economist o V-DEM, y que ninguno de sus gobiernos se siente cómodo ante las críticas que de vez en cuando las naciones del Atlántico Norte les dirigen a sus respectivos sistemas políticos.
Donde sí se ha planteado una discontinuidad relevante entre Lula y Bolsonaro —en realidad, entre Lula y todos sus predecesores, alterando así la tradición diplomática brasileña— es en el modo de aproximarse a los demás países de Sudamérica, subcontinente que Brasil considera, para decirlo en los términos de la geopolítica convencional, como su primera y más cercana zona de influencia. En este plano, las diferencias ideológicas sí han comenzado a generar tensiones importantes desde que, al llegar por primera vez a la presidencia, Lula enfocara sus esfuerzos regionales en la conformación de un nuevo esquema de cooperación regional como es Unasur.
A diferencia de Mercosur, que se encuentra más orientado a la conformación de un mercado común regional, Unasur se constituyó más bien como un foro político. Surgido al calor de la primera “marea rosa” de la “nueva izquierda latinoamericana”, los líderes suramericanos que por aquel entonces se congregaron en Unasur lo hicieron fungir como un verdadero coro de la izquierda regional, priorizando este espacio por encima de la Organización de Estados Americanos (OEA) como foro para dirimir sus crisis políticas internas y defenderse de cuestionamientos externos a la deriva autoritaria que varios de ellos protagonizaban. Sólo la voz del colombiano Álvaro Úribe Vélez desentonó ruidosamente en aquel coro donde destacaban Lula, Kirchner y Chávez.
Dilma Rousseff, sucesora de Lula y hoy directora del Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS, mantuvo la política exterior de su predecesor. Tras ser destituida en 2016, le tocaría a Michel Temer integrar a Brasil en el Grupo de Lima, esquema de cooperación regional creado ad hoc en 2017 con el propósito fallido de forzar a Nicolás Maduro a retomar la senda de la democracia en Venezuela. Bolsonaro, presidente entre 2017 y 2021, prefirió retomar la relativa “introversión regional” que históricamente caracterizó al Brasil anterior a Lula. Si bien mantuvo la vigencia del Mercosur, dejó caer a Unasur en la más completa inacción y tampoco se mostró particularmente activo en el Grupo de Lima. Finalmente, con el retorno de Lula al poder, el mandatario reelecto ha dejado claro que reactivará su Unasur, al coincidir en esta ocasión con una “segunda marea rosa” regional.
En definitiva, Brasilia preserva una notable continuidad en materia de política exterior, la cual es particularmente patente en un asunto que incumbe al orbe entero como es la guerra ruso-ucraniana. No obstante, en sus dos períodos presidenciales Lula ha introducido ciertas novedades, todas ellas orientadas a alcanzar una mayor autonomía con respecto a la agenda estadounidense. Tanto en el tablero sudamericano como en el global, Lula en particular ha querido hacer gala de una línea propia, más “extrovertida”, que entiende a su manera los temas de defensa de la democracia y que se muestra más independiente frente a Estados Unidos o la Unión Europea. Su ausencia en la más reciente Cumbre Iberoamericana celebrada en República Dominicana, por ende, no fue casual.
El caso brasileño es uno más entre los que parecen demostrar que ni Europa ni Estados Unidos ejercen hoy la misma influencia mundial que hace tan solo 30 años. Un mundo en el que China se va convirtiendo en el principal socio comercial de la mayor parte de los países, donde Rusia se atreve a invadir Ucrania y a llevar su injerencia hasta el Caribe, y donde Brasil procura privilegiar su relación con los BRICS y potenciar Unasur o la Celac, es posiblemente también un mundo en el que el discurso de la democracia liberal, con su sello claramente occidental, está perdiendo una parte sustancial del atractivo con el que contó, al menos, durante el medio siglo anterior.