Varios fracasos en los esfuerzos de ambas partes, de China y de Estados Unidos, por conseguir un entendimiento en materia comercial precedieron a la reunión de la cumbre del G-20 del fin de semana. El mundo entero estuvo en vilo, tomando medidas de cautela frente a la posibilidad inmediata de una desaceleración y esperando que los dos gigantes depusieran la actitud agresiva que han mantenido los últimos meses vis à vis del otro.
Al fin un acuerdo entre ambos mandatarios, al margen del encuentro del G-20, le da un respirito a las tensiones. Pero es solo eso, una especie de pálida tregua. El norteamericano aceptó retirar sus aranceles a las nuevas importaciones provenientes de China y también dejó sin efecto la prohibición impuesta a las empresas estadounidenses de vender componentes y productos a Huawei. El chino, de su lado, se dispone a autorizar mayores compras del sector agroindustrial a Norteamérica y también decidió no imponer nuevas tasas a importaciones futuras. Un detalle bueno adorna esta especie de final feliz y es que ninguno de los dos lados se atrevió a establecer fechas topes para el entendimiento que se rompió bruscamente en mayo, sin que aún sepamos por qué. Un detalle malo es que los dos mandatarios no miraron para atrás. Los castigos tarifarios pasados no fueron desmontados.
Así, pues, este entendimiento no es cuestión de “borrón y cuenta nueva”.
Los problemas de fondo subsisten, no cabe duda, porque su calibre es grueso. Estados Unidos sigue considerando un asunto de seguridad estratégica el errado comportamiento chino en materia de protección de derechos intelectuales y Trump no es de los que está dispuesto a permitir tal tipo de lesión a los avances tecnológicos de su propio país, sobre los que China impone transferencias forzadas.
Además, es claro que cada paso que emprenda el presidente de Estados Unidos en este momento será medido en función de la consecuencia que tenga sobre su oferta electoral. Aumentar las exportaciones de sus zonas rurales a China, por ejemplo, solo puede ser vista como una jugada de impacto en ese terreno.
Del lado chino, Xi no comulga con la aspiración norteamericana de equilibrar por la fuerza el comercio entre ambos titanes. El mandatario considera bien ganada su supremacía comercial frente a Estados Unidos y pretende seguir inundando el mercado norteamericano de productos altamente subsidiados. Tampoco China moverá una brizna de paja a favor de las derogatorias legales a las que sus socios comerciales aspiran en el terreno comercial y tecnológico.
Es por un conjunto de razones de peso, pues, que las posiciones contrapuestas de las dos mayores economías mundiales no consiguen avenirse, aunque de ambos lados existan buenas razones para ser conscientes de que, como asegura Xi, todos obtienen menos de la confrontación. Ello sin contar con que las dos economías han tenido que hacer frente a un nuevo elemento externo: el debilitamiento de la demanda global debido a la desaceleración económica planetaria como consecuencia de la anticipación de los mercados mundiales frente a una guerra que se anuncia cáustica en extremo.
La de Osaka solo es un compás de espera alcanzado más por el avenimiento de las personalidades de los actores que por otra razón y tal tregua no puede calificarse del fin consensuado de una guerra. Los motivos siguen intactos y escalarán en la medida en que el tiempo avance. Donald Trump y Xi Jinping apenas han pasado la página sobre sus mutuas desavenencias.