Desde 1999, con Chávez primero y Maduro después, en Venezuela se ha subido el salario mínimo en 42 ocasiones. La última hace apenas 3 años, con un incremento del 103% y un resultado apoteósico: 51,9% de los venezolanos vive en situación de pobreza, la inflación habitual es del 75%, 7 millones de ciudadanos han huido del país y los ingresos medios mensuales del inmenso segmento social desfavorecido apenas superan los 10 euros.
La legislación laboral en España es cosa de Yolanda Díaz, devota seguidora de la «revolución bolivariana», cuyos efectos son medibles: entre los años cincuenta y ochenta Venezuela estaba entre los 10 países más ricos del mundo; hoy padece la segunda economía más miserable del planeta, según el respetado informe elaborado a partir de las teorías del economista Arthur Okun.
Esa horrible realidad contrasta, como en España, con unas cifras oficiales que, por ejemplo, sitúan la tasa de paro venezolana por debajo de la española, con «solo» 11% de parados. Quien tenga algo de osadía intelectual, por leal que sea a sus colores, tendrá que aceptar al menos la evidencia de que los números pueden maquillarse, con artificios contables creativos, sin que ello modifique la dura realidad.
Ocurre en España, que bate récord de empleados según el cacareo gubernamental, sin que parezca preocuparle la aparatosa contradicción entre ese entusiasmo y la reducción de horas trabajadas, la merma de la productividad, el crecimiento del gasto en subsidios y la pérdida de poder adquisitivo.
Quizá porque, simplemente, es mentira y con Sánchez se ha implantado la terrorífica idea de que el ciudadano debe creer más a las consignas repetidas que a sus propios ojos, con una especie de embrujo similar al desplegado por el CIS con sus encuestas, epítome del tezanismo, que es el sistema métrico de un régimen que okupa y manipula las instituciones para recrear un universo ficticio de prosperidad a la medida del patrón.
Al dinero le pasa como a la felicidad o a la salud: no se pueden imponer por decreto, pero se puede trabajar para que mejoren las condiciones que ayudan o protegen los tres campos decisivos del desarrollo humano.
Los buenos sentimientos tampoco garantizan nada por sí mismos, y suelen ser un autohomenaje que se conceden los malos políticos para presumir de una autoridad moral superior a la que los hechos y sus consecuencias les conceden.
En España cerca de 98% de las empresas son familiares y con apenas 5 trabajadores, lo que las acerca en realidad al mundo del autoempleo: ellas y sus plantillas soportan, sin embargo, buena parte de la recaudación fiscal del Estado, un ladrón con placa de Policía que llama «justicia social» al latrocinio de unos y al secuestro electoral de otros.
Con la experiencia venezolana tan fácil de comprobar, y las estadísticas españolas tan sencillas de desmontar, se entiende mal el empeño del gobierno en seguir legislando contra quienes mantienen el cotarro, salvo que el plan sea exterminar a esa clase trabajadora formada por autónomos y pequeños empresarios que mandan en su hambre, y también en su voto, para entregarse de lleno ya a un país de pobres, ignorantes y, eso sí, mucho IBEX 35.
Porque si algo le gusta a un gobierno chavista son las multinacionales cotizadas y controladas: es más fácil entenderse con un puñado de directivos con intereses muy concretos que medirse contra esos involuntarios revolucionarios, rabiosamente independientes, que tienen un tallercito, cuatro furgonetas o una nave para fabricar puertas blindadas, todavía inútiles para frenar a la peligrosa banda de los ladrones con rostro de cemento.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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