Una suerte de complejo arrastramos los venezolanos desde el instante mismo en que el Padre de la Patria, Simón Bolívar, condena nuestra relación con Estados Unidos y el que hayamos asumido parte de sus principios una vez como nos hicimos de nuestra pionera Constitución, la de 1811, obra de civiles; tanto como fue hechura de esa Ilustración pionera y no la de las armas, la previa declaratoria de nuestra Independencia, llegado el día 5 de julio. Todavía creemos que es una efeméride militar.
La cuestión del doble rasero, mejor aún, de la doblez de nuestro comportamiento frente a los habitantes del norte, bien lo resumo en aquello que le escuchara a un eminente estadista venezolano del siglo XX: “Con los gringos hay que reunirse, si posible a diario, pero no tomarse con ellos ninguna foto”.
La cuestión cierta es que Bolívar nos lanzó a los hornos en los que él cuece su culto desenfadado por los ingleses y el oculto anhelo por emular a su monarca: Les pide dinero y deja endeudada a la Gran Colombia; le contrata mercenarios que se le alzan llegados a suelo patrio –la Legión de Irlandeses– y debe fusilar a algunos de estos; luego les entrega en arriendo parte de nuestro actual estado Bolívar, hasta que su edecán Daniel Florence O’Leary, devenido en cónsul, escribe a Londres para se apuren a controlar las bocas de nuestro Orinoco; ello, si aspiraban a dominar Suramérica; y, al término, nos deja en herencia la confiscación que hicieran de nuestro territorio Esequibo, luego de su muerte en Santa Marta.
Pero es dato duro de nuestra azarosa historia, una paradoja, que nos fue necesario, sucesivamente, pedir y hasta suplicar el auxilio de Washington –eran los tiempos de Guzmán Blanco– para frenar el expolio a que había sometido la Gran Bretaña y su imperial corona.
Acaso pueda matizarse lo dicho por la misma circunstancia de las guerras por la Independencia, que no lo fueron por la libertad. Se nos consideraba –así reza el Manifiesto de Cartagena de 1812– indignos e impreparados para tan suculento plato. Y si esta emotiva perorata Bolívar acusa a nuestros Padres Fundadores de haber creado una república aérea, en su discurso ante el Congreso de Angostura desnudará su línea ideológica autoritaria. Apela al modelo inglés para matizarla, y darle a su poder carácter hereditario. No por azar, cuando crea Bolivia y le da su constitución, forja la presidencia vitalicia, que puede heredar el vicepresidente de su libre elección –experiencia que conoce Venezuela a partir de 2013– encendiendo la pradera y destruyendo su magna obra, la Gran Colombia.
“Estoy penetrado de la idea de que el gobierno de Venezuela debe reformarse”, dice, refiriéndose a nuestra primigenia constitución federal. Al ras con esa idea propone su galimatías: “¿No dice el Espíritu de las Leyes que deben ser propias para el pueblo que se hacen?”. Dado ello, nos caracteriza: “Un pueblo pervertido si alcanza su libertad, muy pronto vuelve a perderla”; de donde encuentra la solución a mano: “Os recomiendo, Representantes, el estudio de la Constitución británica, … Si el Senado, en lugar de ser electivo fuese hereditario, sería en mi concepto la base, el lazo, el alma de nuestra República”.
Al cabo, hara su juicio terminal, a saber, que “por exorbitante que parezca la autoridad del poder ejecutivo de Inglaterra, quizás no es excesiva en la República de Venezuela”. Pide, pues, atribuir a un Magistrado republicano, una suma mayor de autoridad que la que posee un Príncipe Constitucional.
Pues bien, la contracara de esa perspectiva –de la que se nutren los autócratas militares nuestros, ungidos por plumarios a su servicio, apologetas del gendarme necesario o césar democrático– será la expuesta por el sabio y rector José María Vargas.
Denostado –al olvidárselo– por las sucesivas generaciones de venezolanos una vez como lo intimada el coronel Pedro Carujo: – ¡la patria es de lo valientes!, y reducida su imagen a la de un hombre bueno o débil, léase, un político pendejo, su testimonio escrito, a saber, su mensaje al Congreso del 20 de enero de 1836 desvela la razón de su silenciamiento. Ha sido y es la contracara del pensamiento bolivariano dictatorial, y su argumentado desafío.
“No puede haber avenimiento entre el orden y las pasiones…, en medio de una crisis que había preparado el conflicto entre los principios y los abusos… entre las insensatas pretensiones particulares a que dieran origen las pasiones desarrolladas en la revolución y las concesiones legítimas e imprescriptibles, que la justicia y la razón han decretado a todos los venezolanos”, dice el presidente Vargas. Y subraya que sólo “por un fatal descuido fue conservada esta maquinaria de opresión colonial por el mismo gobierno que sacudió este yugo”.
¿Qué hacer a todas éstas?
El que fuese rector de nuestra histórica Casa Superior de Estudios, la Real y Pontificia Universidad de Caracas, siendo consistente con la necesidad de que las leyes sean fidedigna expresión de las gentes a las que se dirigen, sostiene que “la parroquia es el elemento de nuestra estructura política… A ella le corresponde el cuidado de los negocios más importantes… la formación de los sentimientos morales del pueblo. Así el régimen de las parroquias es el más digno de atención, porque él abraza los intereses más comunes, y ellos son los materiales de que se compone el edificio social”.
Su arraigada perspectiva popular y de suyo democrática, raizalmente antagonista de la visión centralizadora y autoritaria cultivada por las espadas, la fija así José María Vargas, al recomendar a los parlamentarios que anclen en la base de la sociedad, en la parroquia, el esfuerzo para “la transformación efectiva de las costumbres del antiguo régimen colonial, por las muy diversas –y plurales– que deben constituir la esencia del gobierno que hemos proclamado”.
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