La presencia de Bolívar es permanente entre nosotros. Una prolongación merecida, si consideramos el trabajo que realizó para lograr la independencia política del territorio, y también sus campañas triunfales hasta las cumbres del Perú para hacer del antiguo imperio español un mapa de prometedoras repúblicas. Una hazaña de semejante envergadura lo ubica en lugar especial dentro de la memoria popular, en el centro y en los rincones de la sensibilidad colectiva. Pero debemos considerar esa inmortalidad desde otra perspectiva. Que conmemoremos su muerte resulta extraño, porque, según se ha propalado en forma tendenciosa desde los inicios de nuestra autonomía republicana, no desapareció en 1830 debido a la magnitud de sus hazañas y a la deuda colosal que no le hemos pagado.
Ese aspecto de su perenne presencia nos debe preocupar. No solo nos acompaña por lo que hizo, sino también por la manipulación de los políticos de la posteridad que se encargaron de presentarlo como compañero de sus viajes, como inspirador de sus negocios y como soporte de sus planes de dominación. Así topamos con el Bolívar de Páez, quien quiso traer sus restos desde Santa Marta para que la gente de su tiempo considerara que ahora montaba las caballerías del Centauro de los Llanos y hablaba con el presidente de turno en La Viñeta. Después con el Bolívar de Guzmán, quien le hizo un panteón monumental para decir desde su tribuna que obedecía su mandato mientras hacía lo que le venía en gana con Venezuela porque escuchaba sus consejos como si fuera parte de la familia. Más tarde con el Bolívar de Gómez, quien también quiso anunciarlo como inspiración de su hegemonía mientras torturaba a sus adversarios y metía la mano en el erario.
Su resurrección más reciente fue oficiada por el teniente coronel Hugo Chávez, quien no solo lo puso a gritar en sus mítines y a acompañarlo en las reuniones de su militarada, sino que, por si fuera poco, también bautizó con su nombre a la república. El comandante se presentó como su continuador y como su albacea, para proclamarse como conclusión de una obra iniciada por el prócer en el siglo XIX que él llevaría hasta el dorado clímax. Y en esas andamos, con el padre de la patria en las reuniones del PSUV y también, por desdicha, en el centro de la cueva de ladrones cavada por la “revolución” y en los vocablos vacíos de los politiqueros rojos rojitos que han acompañado al fundador de la nueva iglesia patriótica de los siglos XX y XXI.
Pero, desde luego, mintieron Páez, Guzmán, Gómez y Chávez al decir que el grande hombre salió de su tumba para acompañarlos en sus asuntos y en sus tropelías. Los individuos son prisioneros de su tiempo, pese a la manipulación y a la pretensión de quienes pretenden que tales ataduras desaparezcan porque les conviene, porque quieren hacer parejería con el personaje más famoso de todos los venezolanos tiempos. En realidad, el mayor servicio que podemos hacerle a la república que salió de las guerras de independencia consiste en asumirnos como protagonistas de una historia diversa y peculiar, es decir, en dejar enterrados a los difuntos que la fueron haciendo poco a poco, en especial a quien juzgamos como padre inmaculado. Ya falleció, por si no lo sabían, respetados lectores, y la actualidad es exclusivamente nuestra.