OPINIÓN

Blanca y soltera

por Héctor Concari Héctor Concari

La Viuda Negra, nos dicen, apareció en 1964, suerte de “femme fatale” nacida en Stalingrado, espía soviética, archienemiga de Iron Man, experta en artes marciales y poseedora de adminículos electrónicos particularmente sofisticados. Pertenecía a una unidad elite de la KGB antes de desertar a Estados Unidos y unirse al colectivo de los Vengadores. Arrastraba consigo una crisis identitaria por haber sido educada por padres adoptivos. Obviamente una historia impregnada por la Guerra Fría que, en 1995, cuando esta versión fílmica comienza, ya ha pasado. Natascha, que así se llama fatalmente la espía rusa, no es tal, sino la hija de unos padres (esos sí) espías de la fenecida URSS que deben poner pies en polvorosa cuando son descubiertos. La viuda negra retorna entonces a un país que ya no existe y pierde un país que reconocía como propio, habiendo crecido en Ohio. La anécdota tiene que ver con un producto que quiebra la voluntad de sus víctimas y su posible antídoto. Una suerte de burundanga sintética, en pos de la cual la viuda y su hermana se lanzan al ruedo. Lo interesante del caso es que la anécdota no importa. Es apenas un pretexto para la catarata de efectos especiales, acaso más letales que la escopolamina del caso.

El cine del siglo pasado intentó e inventó con singular éxito todos los géneros, desde el western hasta la ciencia ficción. Registra, sin embargo, si no un fracaso por lo menos una victoria pírrica en una sola de las posibilidades de su paleta. Los superhéroes nunca lograron afianzarse en la pantalla grande y más bien debieron su cuarto de hora a la televisión. Superman nunca pasó de ser un emulo pobre de su original de celulosa de la mano de George Reeves en la serie de TV de los cincuenta. Y lo mismo le ocurrió al Batman que Adam West protagonizo en la década siguiente. Lo que ocurría, sencillamente, es que la libertad del cómic no encontraba espacio en el mundo real y la fuerza de la gravedad hacía de las suyas. Las cosas cambiaron con el nuevo siglo porque la técnica, los efectos digitales y la ligereza de los nuevos aparatos ópticos permitieron que los superhéroes volaran sin ataduras y con mucho aspaviento.

Sin embargo, hay algo que, a pesar del delirio pictórico y el dinamismo de las escenas, suena a hueco en toda la empresa. Los géneros tradicionales del cine americano (pensemos en el policial, la comedia o el western) tenían un anclaje en la historia reciente. Los vaqueros eran los hijos o nietos de los pioneros que protagonizaron la marcha al oeste, los héroes y villanos del cine policial habían visto u oído de cerca las historias de Al Capone, de Bonnie y Clyde, o habían rozado aquellos traumas de una sociedad en expansión, acosada por guerras lejanas, a veces justas, otras no tanto. Las historias tenían un anclaje en una realidad relativamente próxima y ese vínculo, pisaba un sustrato real y coherente. No podía ser de otra manera, la sociedad había elaborado su propia narrativa y reflejaba su alma individualista, orientada al éxito, en la cual tanto los buenos como los malos encontraban su espacio en líneas argumentales que se nutrían de un conflicto veraz. El cine era la expresión de esas fuerzas tangibles que, cuando la técnica lo permitió, sublimaron sus aspiraciones en una ciencia ficción que no hacía sino extender hacia el cosmos los conflictos que ya habían asolado la tierra. Pasado el tiempo, los cómics no tienen esos nutrientes. Son tan efímeros como las burbujas de los refrescos de los spots publicitarios que los preceden y, a falta de una historia sólida que los ampare, ofrecen luces, movimiento, o como dice uno de los personajes a esta viuda negra, “poses”. Por eso, y salvando alguna excepción magistral (el Batman de Tim Burton en 1989, el Joker de 2019) los pobres superhéroes sienten nostalgia del papel del cual nacieron. Tienen la consistencia de un choque de cafeína y el espectador sale de la sala pensando que, a pesar de la vorágine visual, faltaron unos centavos para completar el dólar.

Viuda Negra. (Black Widow). Estados Unidos, 2021. Directora: Cate Shortland. Con Scarlet Johansonn, Florence Pugh, Rachel Weisz.