“Dale a un español un pez y comerá un día. Dale una caña y pedirá una tapa». (Anónimo).
Estos tiempos navideños, tan proclives a la reflexión y la melancolía, siempre me sitúan en un plano existencial incómodo. Sí, es así porque, normalmente, huyo de los sentimientos que me llevan a la nostalgia como de la peste. Qué carajo, soy un tío duro. No me puedo permitir enternecerme con según qué cosas.
Es por eso que en estas fechas, procuro llevar una existencia lo más normal y rutinaria posible, sin salirme innecesariamente de mi devenir habitual. Procuro no ir mucho al centro, por supuesto la plaza mayor ni la piso y solo el pensar en las compras navideñas me provoca una ansiedad que no puedo dominar. De cualquier modo, viviendo en Madrid, es inútil intentar sustraerse por completo a los signos y la parafernalia navideña.
Además, como yo vivo en el centro, inevitablemente me voy encontrando con calles bellamente iluminadas, con sus camellitos, sus estrellitas y sus paquetitos de regalo que me recuerdan que voy a tener que tragar con siete u ocho cenas navideñas en dos semanas, que unidas a las comidas navideñas y a los aperitivos navideños van a conseguir que el diez de enero parezca Paquirrín, pero con más pelo. Y con más cerebro, todo hay que decirlo.
Dos meses a plan para parecer un bailarín, arruinados por completo.
Además, a pesar de todo, es inevitable recabar en el centro en alguna ocasión. La Puerta del Sol, en estas fechas, es un lugar maravilloso, fabuloso, sobre todo porque, como en las fábulas, cualquier cosa puede ocurrir si te empeñas en llegar allí. Lo mínimo es que te hayan cerrado la salida del metro y te encuentres con un embotellamiento de gente que no te deje ir ni para delante ni para atrás, hacinado en un pasillo, disfrutando de la compañía de los negacionistas, que están tan de moda; desgraciadamente me refiero a los negacionistas del jabón y la ducha, que también son legión.
Eso sí, cuando accedes a la calle, te encuentras con la policía municipal, que te dice que si quieres ir a la calle preciados tienes que subir por la del Carmen y dar la vuelta, porque las calles son de sentido único. Así que, si vas, por ejemplo, a la Fnac, tienes que subir por Carmen, sorteando la kilométrica cola de doña Manolita, además de los malabaristas, tercetos de cuerda, quintetos de viento, gitanas con ramitas de laurel y perroflautas de todo tipo que simplemente ponen la mano, así como las riadas de turistas que se agolpan en los bares para tomarse un bocata de calamares, que es muy típico.
Porque, la verdad, la gente está canina, nadie tiene un duro, pero los bares están reventados. No encuentras una mesa ni con una carta de recomendación. Debe de ser que para eso de las cañas sacamos presupuesto. Y el covid nos preocupa mucho cuando vamos en el metro, pero en el museo del Jamón somos inmunes.
No deja de ser una contradicción que no nos importe estar codo con codo con otras doscientas almas, gritando al camarero para que nos ponga una caña, y sin mascarilla, pero si un vecino intenta subir con nosotros en el ascensor, le hacemos la señal de la cruz, antes de darle al botón y cerrarle la puerta en las narices.
Luego está lo de los mercados. Yo puedo entender que en otros tiempos, en los que se comía cordero o langostinos con suerte una vez al año, la gente hiciera cola y pagase lo que no podían permitirse para una cena de Nochevieja, pero ahora, que por suerte o por desgracia estamos hartos de todo, yo sueño con cenar una Nochevieja un escalope con patatas, que es mi plato favorito y, desde luego, me apetece más que el cordero; eso sí, en pijama y zapatillas para terminar la noche viendo una peli, si puede ser de catástrofes, por ejemplo El coloso en llamas, que estoy de Love actually hasta las cejas y, además, me sube el azúcar. Por que esto es otra cosa que no entiendo. No hay una Navidad sin Love actually, Polar espress y, si me apuran, El diario de Bridget Jones.
Para terminar de rematar, los villancicos. Yo, a los compositores de villancicos, por muy ilustres que sean, les ataría de pies y manos y les obligaría a escuchar sus composiciones veinticuatro horas al día, para que, ahora que nos falta Georgie Dann, que Dios lo tenga en su gloria, cambien su vocación y se pongan a escribir la canción del verano, que en el chiringuito, con un mojito, esas cantinelas se soportan bastante mejor .
Así que, aunque no llego al nivel de Charlie Chaplin, que odió toda su vida la Navidad para acabar muriendo un veinticinco de diciembre, en definitiva, uno de los días más felices del año, para mí, es sin duda el siete de enero, porque es cuando más tiempo falta para las siguientes navidades.
En espera de ese maravilloso momento, les deseo felices fiestas.
O no.