«Un acento de niño en voz envejecida» (LUIS CERNUDA)
Sucede que a menudo hablamos demasiado. Muchas veces no nos damos cuenta de que no hemos parado de hacerlo hasta que levantamos la vista y percibimos un aviso dibujado en el rostro aburrido de quien está enfrente. Pensemos, por ejemplo, en un profesor que está impartiendo clase de Inglés. Este debe saber qué decir o, dicho de otro modo, un docente ha de dominar la asignatura que imparte y ser capaz de comunicarla a sus alumnos. El maestro debe además decir bien las cosas, saber explicar, mostrar cómo tratar los conceptos, enseñar el valor de lo que se habla-para qué sirve esto- y si es posible (que lo es), hacer esa asignatura atractiva. Las cosas hay que exponerlas con claridad. Uno tiene que hablar alto y claro. No hablar muy alto tampoco. Es mejor que un profesor hable claro, o sea, que hable separando las palabras, vocalizando. Es bueno que un profesor hable despacio.
Un docente puede jugar, engañar, mentir, engatusar a sus alumnos con pequeños trucos y comprobar si están atentos o si están en otra dimensión virtual. Mi madre solía tomarnos las lecciones a mis hermanos y a mí de una manera peculiar. Ella decía frases incompletas que nosotros terminábamos; algo del estilo a esto: ‘dos más dos son …’ (Matemáticas), ‘las palabras agudas se acentúan cuando acaban en vocal, … y …’ (Lengua española). A medida que pasaba la infancia las preguntas se iban haciendo más complicadas. Ella era maestra. Ahora que lo pienso, la técnica de mi madre se parece mucho al estudio del Catecismo de la Iglesia Católica. ‘¿Eres cristiano?’ /’Soy cristiano por la gracia de Dios’. Pues bien, hacer que los alumnos repitan en voz alta una frase, pedir que interactúen es la mejor estrategia para construir una clase contando con ellos.
No querría olvidar ciertos detalles importantes a la hora de dirigirse a una clase. Un buen comunicador sabe cómo manejar el lenguaje no verbal, es decir, controlar lo que dice su cuerpo al hablar, cómo se mueve por el aula, ser consciente de la fuerza o el aburrimiento que transmite durante su discurso. El lenguaje que no se habla ni se escribe también existe.
Por otro lado, el profesor debe respetar y querer -dentro de lo razonable- a sus pupilos. Ha de mantener una distancia con el alumnado. Esa diferencia entre el profesor y el alumno dota de sentido a la escuela. El profesor no es su padre ni su amigo. El profesor es el profesor, el padre es el padre, el amigo es el amigo y una rosa es una rosa es una rosa.
El docente al hablar debería observar a todos sus alumnos, incluso a los que eligen sentarse al fondo de la clase. A mí me gusta empezar preguntando a estos primero. Los últimos serán los primeros. El profesor mantiene lo que se llama contacto visual –eye contact– para no dejar a nadie de lado.
Hay gente que no se da cuenta del tono de voz que tiene, y la verdad, que este aspecto del discurso es vital. Si uno habla todo el rato igual, en un tono de voz bajo o alto, monótono lo más normal es que haya ronquidos y bostezos por toda la clase dependiendo de la hora. Importa mucho la voz, el tono de voz que se imponga cuando se está trabajando la atención de los pupilos. Es aconsejable subir y bajar el tono, parar de golpe, llamar a uno de los alumnos, contar una anécdota, pedir a toda la clase que lea dos líneas de la pizarra. Finalmente, un buen profesor haría un resumen brevísimo de lo tratado en clase, pediría tarea para casa y dejaría tiempo a los alumnos para ocuparse también de la hermana de la lengua hablada.