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Bellas y malas artes

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La serie Bellas Artes cuenta la historia, muy posible, de un recién designado director de un Museo de Cultura moderna iberoamericana, tras participar en un absurdo concurso de oposición, donde debe someterse a diferentes pruebas con candidatas y representantes del nuevo estándar progresista, “lugares comunes de la corrección política”, según el personaje interpretado por el actor Oscar Martínez, alter ego de los showrunners de la serie, Gastón Duprant y Mariano Cohn, a quienes conocemos por su prolífica carrera en el cine documental y de su ficción contra el sistema del mundo de la plástica contemporánea.

Tiene el ritmo minimal que los mueve, recordando a Tati.

En seis capítulos de media hora, la producción aborda diversas problemáticas que aquejan al sector desde la mirada satírica de los autores: la amenaza de ser víctimas de la cancelación, la ansiedad de las generaciones de relevo ante los defectos del pasado, el peligro de un clima de inquisición y cacería de brujas de grupos empoderados, la ola de vandalización de obras clásicas a cargo de defensores de “buenas causas”, los imperativos curatoriales que se definen más por criterios de inclusividad que por méritos creativos.

En general, Bellas Artes cumple con exponer la podredumbre que circunda a las salas y bienales, reconvertidas en un cementerio de propuestas conceptuales, que se justifican con textos insólitos y manifiestos militantes de ocasión.
De manera que podemos sentir la proximidad que existe con el espacio esnobista de galerías, ferias y afines, dentro y fuera de Venezuela, con sus clichés de responsabilidad social y moralismo reivindicativo, por no hablar de un mercado que niega la crítica, priorizando el elogio de un periodismo inofensivo de influencer banal.

Así que la serie brinda un mapa de situaciones que resulta oportuno, para un debate que se ha suspendido y pospuesto, en nombre de la crisis y la condescendencia posmoderna del “todo vale”.

El humor negro de los directores, ha provocado la evidente molestia de los aludidos, que claramente señalan la obviedad y la construcción binaria de la comedia de enredos, siempre en función de la perspectiva de Antonio Dumas.

De pronto consiento que el guion carga ciertas tintas con una paleta de caricatura que requiere de profundidad, para entender el chiste interno y ofrecer luces sobre el contexto. Pero atendiendo a la falta de cuestionamiento que se normaliza en el medio, Bellas Artes asesta una estocada que se extraña y que acompaña el trabajo audiovisual de Ruben Ostlund en The Square.

No abundan las reflexiones mediáticas acerca del caso en los servicios de streaming, así que los espectadores recibimos la noticia con entusiasmo y ganas de comparar con nuestros entornos llenos de fraudes y banalidades estéticas.

Es lo que Avelina Lesper llama arte VIP, otros califican como “hamparte”, y que trafica humo en la forma de “video, instalación y performance”.

La gente se decepciona por la entronización de un ready made facilista y pasado de moda, que explota el escándalo y el espectáculo vacío de enmarcar una banana en la pared con teipe plomo.
Provocación que no es original, que viene de los tiempos de la vanguardia decimonónica y del siglo XX, pero que actualmente se retoma, como estrategia fatal, por una burocracia de simulacros que supo denunciar Baudrillard en su momento, hasta en Venezuela, sin olvidar la impronta de Marta Traba, cuyos textos siguen vigentes a la espera de una actualización.
Como sea, “Bellas Artes” cumple un cometido didáctico de irrumpir y permitir que pensemos en lo que consumimos en los museos del planeta, a merced de conflictos de interés, nepotismos, ministerios de propaganda, sindicatos y un desierto de realidades que sobrepasan la extensión del artículo.
Véanla y me lo explican en el foro de comentarios.
Yo la he pillado tarde, gracias a Malena Ferrer, pero seguro de su gusto por abrir la discusión.

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