Entre las lecciones más importantes que nos entrega la vida de Jesús está su nacimiento. No nació en una gran capital como Roma que tendría 1 millón de habitantes, ni en Jerusalén la más populosa de esos territorios con unos 80.000 pobladores, tampoco en Nazaret, lugar de residencia familiar de unos 2.000. José y María recorrieron a pie, durante una semana o más, los 115 kilómetros de desierto que los separaban de Belén, una aldea de casas que tendría un poco menos de 300 personas. Llevaban un burro para ayudar a María que estaba a punto de parir. La razón del viaje fue que tenían que empadronarse en el censo ordenado por el emperador romano César Augusto en ese pueblo, que les correspondía por ser de la casa de David.
La familia regresó a Nazaret a sus quehaceres habituales, y cuando a Jesús le llegó la hora no emigró hacia un lugar donde el impacto de su mensaje pudiera tener más alcance, como quizás le recomendaría un moderno experto en mercadeo o un “influencer”. Jesús de Nazaret, el hombre más global del planeta, vivió en una aldea y en su entorno de unos cuantos kilómetros. Allí creció en una humilde familia de artesanos, rodeado de agricultores, criadores de ovejas y pescadores. Predicó unos tres años por los alrededores con palabras sencillas y, sobre todo, con su ejemplo de hombre honesto, humilde y franco. Y desde su lugar dividió la historia: antes y después de Cristo.
Nos dejó una lección que cómo nos cuesta aprenderla y practicarla. Si quieres cambiar al mundo cambia tu pequeño espacio vital. Si quieres mejorar la tierra mejora tu lugar íntimo. Si quieres contribuir a detener el calentamiento global actúa en tu casa y en sus alrededores. Si quieres un mundo verde siembra un árbol.
El lugar es el espacio básico y es ese el que debemos cuidar. No es el espacio heroico, lejano y etéreo apto para los sueños universales de los demagogos y de los utópicos que nos llevan a las catástrofes más atroces. Básico porque se refiere al espacio que pisamos todos los días, por donde caminamos cotidianamente, que conocemos muy bien en cada recodo, en cada casa, en cada árbol, en cada pájaro, en cada vecino. Generalmente no es el espacio que se intelectualiza, que se piensa desde las alturas del pensamiento. No es el espacio que se utiliza para discurrir grandes temas, hacer profundas reflexiones, escribir densas tesis. No, no es ese espacio etéreo que se expresa en términos de relaciones, de conexiones virtuales o de concepciones ideales. Es el territorio que vivimos en la cotidianidad y que es tan poco atractivo a los necios que se elevan para no contaminarse con las fortunas y desdichas de la cotidianidad.
Los poetas saben de esto, siendo los más atentos en eso de la mirada sutil de lo importante. Lo escribió León Tolstoi: “Describe a tu aldea y serás universal”. O Federico Nietzsche que decía que muchas veces los sacerdotes, los profesores y los idealistas persuaden a la gente de la importancia de la salvación del alma, del progreso de la ciencia o de los servicios a la humanidad entera, descuidando las cosas más mezquinas y corrientes como las necesidades – grandes y pequeñas – de las veinticuatro horas del día. Quieren salvar su alma o al planeta y tienen su cuerpo o su casa como una porquería. O Rainer María Rilke que defendía la permanencia del paisaje familiar, la geografía entrañable y la historia íntima y sagrada del lugar para lograr vivir en profundidad.
Es el lugar donde vivimos lo más importante en el orden a la praxis planetaria. Es en lo local donde se gesta el cambio global. Sembrar un árbol cerca de tu casa es más importante que mil discursos en las Naciones Unidas. Salvar el río vecino es salvar el agua del mundo. Mantener limpia tu casa y tu calle es tu única – única – forma que tienes de contribuir a un mundo limpio. Lo demás es un discurso sin compromiso. Palabras al viento.
El lugar íntimo y propio es el sitio donde vives y satisfaces tus necesidades existenciales y espirituales. Ese lugar es donde eres, estás, haces y tienes. Es donde te alimentas, proteges, recreas, estudias, amas, participas, creas, te identificas y ejerces tu libertad. Entonces no existe un espacio más importante que tu lugar. Por eso es necesario conocerlo, quererlo y cuidarlo.
El primor con que se hace en nuestras casas el pesebre de Belén donde nació el Salvador es una lección para el cuidado de nuestros lugares. Perdonen que diga un atrevimiento: “Si no salvas a tu lugar y a tu gente no salvas tu alma”.