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Beisbol en el Caribe: un relato de fronteras

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“Finjamos con la ayuda de la lámpara maravillosa y el mago de Santiago que han pasado cuatro siglos, y que los que entonces sean los caballeros del relato y del cronicón se vean obligados a reconstruir un juego de pelota”.

Esto  escribía, entre finales de septiembre de 1949 y el Carnaval del 50, el eximio poeta cubano José Lezama Lima. El texto es uno de los extraordinarios Tratados en La Habana que el autor de La expresión americana entregaba regularmente a la prensa de su país.

Continuaba proponiendo Lezama: “Supongamos un informe de los Mommsen de entonces remitido a la Academia de Ciencias Históricas de Berlín, sobre la suerte de la esfera voladora: ‘Hay nueve hombres en acecho de la bola de cristal irrompible que vuela por un cuadrado verderol. […] Esa pequeña esfera representa la unión del mundo griego con el cristiano, la esfera aristotélica y la esfera que se ve en muchos cuadros de pintores bizantinos en las manos del Niño Divino. Los nueve hombres en acecho, después de saborear una droga de Coculcán, unirán sus destinos a la caída y ruptura de la esfera simbólica.

“Un hombre provisto de un gran bastón intenta golpear la esfera, pero con la enemiga de los nueve caballeros, vigilantes de la suerte y navegación de la bolilla. Jueces severísimos se reúnen, dictaminan, y se ve después silencioso, a uno de aquellos caballeros defensores, abandonar el jardín de los combates.

“La esfera de cristal, en manos de uno de aquellos guerreros, tiene fuerza suma para si se toca con ella el ajeno cuerpo, cincuenta mil hombres de asistencia prorrumpan en gruñidos de alegría o rechazo. Si la esfera de cristal se pierde más allá de los jardines, el caballero de gris con grandes listones verdes, a pasos lentos sigue su marcha, como si tuviese la recompensa de un camino suyo e infinito”.

Considerados en conjunto, los  Tratados en La Habana, son en gran parte bitácora de las lecturas de Lezama en aquel tiempo, reseñas de exposiciones de pintura o comentarios a la obra de autores tan dispares como Valéry, Rimbaud, Mallarmé o Juan Ramón Jiménez.

En esta ocasión, estirando con humor su personal y célebre modo “barroco americano”, Lezama adelantaba su máquina del tiempo a costa de los cronistas de Indias y remedaba la visión que algunos de ellos se hicieron de los juegos de pelota que registraron entre la población prehispánica tallados en las estelas mayas de Mesoamérica.

En náhuatl estos juegos se llamaron “tlachtli” u “ollamalistli”, y en maya clásico, “pitz”.  Deporte de equipos con connotaciones rituales y bélicas, en él se funda el relato fantástico “La noche bocarriba” de Julio Cortázar. Era jugado ya desde el año 1400 a. C. ​ por los pueblos precolombinos de Mesoamérica en sus celebraciones rituales.

¿Pensaba Lezama Lima, al evocarlo,  en las reglas del beisbol actual, tan intrincadas que, vistas de lejos, al extranjero nacido lejos de la Cuenca del Caribe “le parecen siempre excepciones”? ¿O en las trampas de arena, las descaminadoras falsas trochas de la historiografía? ¿Anticipaba que cualquier historia del beisbol, digna de tal nombre, se interseca fatalmente con la llamada “historia cultural”?

Esto último es, justamente,  parte de mi asunto: la cultura del Caribe, región insular donde  en muchas de sus naciones hablamos un español que los filólogos afilian sin dificultad con el que vino a América en el siglo XVII. No hablo aquí de trazas o vestigios de la lengua del Quijote sino de molientes palabras y giros del habla cotidiana hoy dia.   En Puerto Rico, una nación insular, políticamente apersogada a los Estados Unidos desde 1898 y donde ordinariamente se habla y escribe un español reluciente, tercamente aún llaman vellón a la moneda de cinco centavos de dólar.  Voz castiza que designa la aleación de cobre y plata.

En 1895, en terrenos de una estación del ferrocarril inglés —el por entonces llamado “Stand del Este”: un club campestre—, una veintena de jóvenes caraqueños desempacaron vestimenta e implementos deportivos, traídos por uno de ellos desde los Estados Unidos, y a la vista de un público perplejo, mayoritariamente femenino, disputaron el primer partido de beisbol alguna vez jugado en Venezuela y, probablemente, también el primero visto alguna vez en el cuerpo sur del continente americano.

El año anterior, 1894, se lidiaron en Caracas, también por vez primera desde las postrimerías del régimen colonial, a fines del siglo XVIII, seis reses de media casta: la fiesta brava y el beisbol llegaron, pues, a Venezuela casi al mismo tiempo; justo al final de un siglo de continuas guerras civiles. Diez años más tarde, llegaban los gringos del primer catastro geológico sistemático, dirigido por Ralph Arnold, el hombre que nos delató mostró ante el mundo como una comarca petrolera de inmensurables reservas.

“Que el beisbol haya llegado a ser lo que nunca llegaron a ser los toros —un verdadero juego nacional— es una información tan pública como importante y tan desatendida como significativa”, advierte el escritor e historiador del arte venezolano Luis Pérez Oramas.

“En ambos juegos —anota Pérez Oramas en su ensayo ‘Venezuela: toros y beisbol’—, una sintaxis incesantemente repetida autoriza el recorrido de un espacio que es siempre el mismo, inagotable.” Sin embargo, ha sido el beisbol y no la fiesta brava el gran arquitecto simbólico de nuestros espacios baldíos: “¿quién no ha visto —se pregunta Pérez Oramas— en los intersticios libres de nuestras redes urbanas, entre viaductos, entre edificios, entre hondonadas y barriadas, ocuparse el espacio para la escena del beisbol?”

Una de las víctimas inocentes de la prolongada huelga petrolera venezolana que se mantuvo de noviembre de 2002 a enero de 2003 fue el más ilustre de esos intersticios: el vetusto Stadium Universitario de Caracas, sede capitalina del campeonato de beisbol profesional.

La polarización política ambiente y los cada vez más frecuentes hechos de violencia a cargo de grupos armados, alentados por la retórica del gobierno, aconsejaron a la Liga de Beisbol Profesional aplazar, primero, algunos partidos, y más tarde suspender del todo y dar por “no jugado” el campeonato 2002-2003. Nunca antes había ocurrido algo parecido, ni siquiera durante la insurrección popular que derrocó al dictador Pérez Jiménez en 1958.

Caracas se quedó, pues, sin gasolina y estuvo sesenta días con sus noches anímicamente sitiada por la vociferante fábrica de consensos que es la televisión. Y sin beisbol.

Fue en esa sazón que leí por vez primera The Pride of Havana (Oxford University Press, Nueva York, 1999), de Roberto González Echevarría, que es también autor, entre otros muchos libros, de una muy apta, bien averiguada y alarmantemente inexpugnable teoría del origen de la narrativa literaria latinoamericana.

Pero mis andurriales no lindan con la literatura comparada y como el primer libro suyo que leí fue The Pride of Havana ( hay traducción española: La gloria de Cuba:historia del beisbol en la isla, Colibrí, Miami,  2004), me costará bastante no tener a González Echevarría por el extraordinario historiador cultural que, zumbona e incrédulamente, echaba de menos Lezama en Tratados en La Habana.

La Gloria de Cuba ofrece una impresionante colección de ideas en torno a ciertas zonas de la cultura latinoamericana.

Imagine el lector una historia del pasatiempo en Cuba escrita por un distinguido catedrático de literatura comparada de la Universidad de Yale, nativo de la isla y quien, a sus horas, ha sido catcher semiprofesional de beisbol. Tendrá apenas una idea vaga de lo que este maravilloso libro entraña.

El autor es también el compilador de una Historia de la literatura latinoamericana, publicada en 1996 por la Universidad de Cambridge, así como de la Antología Oxford del relato latinoamericano (1997) y, como llevo dicho, de un singular libro de ensayos: Mito y archivo: Una teoría de la narrativa latinoamericana que tradujo y publicó el Fondo de Cultura Económica en 2000.

Al abordar el inexorable asunto del “imperialismo cultural”, González Echevarría escribe:

“ Aunque es una isla, Cuba es en realidad una frontera. En tiempos coloniales fue la primera frontera entre el Viejo y el Nuevo Mundo. Más tarde, estuvo en la línea de batalla entre el imperio español y las demás potencias europeas. A partir del siglo diecinueve, y más intensamente, durante los últimos cuarenta años, ha sido puente o muro entre ella misma y los Estados Unidos. Los cruces en ambas direcciones siempre han entrañado una transformación: a veces para remarcar las semejanzas; a veces para borrarlas. Más a menudo, para enmascararlas.

“Si bien este rejuego de transformaciones, alimentado por poderosos sentimientos de atracción o repulsión, ha hallado escenario en la política, la literatura y las artes en general, su más visible y elocuente manifestación se encuentra en la cultura popular y en los deportes, particularmente en el beisbol y la música”.

El autor, que es paladín del uso del castellano frente al spanglish en Estados Unidos, justifica muy bien en la introducción (titulada “Primer lanzamiento”) la paradoja de haber compuesto, a trechos en castellano, a trechos en inglés, el manuscrito original de un muy original libro de historia de Cuba.

El método de González Echevarría es, según él mismo admite, “literario”, y entiende su escritura como un proceso similar al de “amansar” o “curar” un guante de beisbol, en los dos sentidos, peletero y deportivo, de la expresión: a puñadas, amasando su propio sudor con su propia saliva: amoldándolo a la horma que es la mano; como lo haría un segunda base o un shortstop.

De allí que —por ejemplo y para bien del libro— no acate del todo las convenciones de la investigación etnográfica y prefiera confiarse al consejo de Miguel Barnet a la hora de trasmutar en texto decenas de horas de conversaciones grabadas con decenas de informantes:  comenzar por la historia de su personal afición al beisbol.

González Echevarría llega por ese camino a indagar con sumo provecho en la significación del beisbol en la cultura cubana; y por emanación, en las demás culturas ribereñas del Golfo de México y el Caribe. González Echevarría no se achica ante la desconcertante ironía de que su país, cuya “evolución política ha tenido como combustible un intenso antiamericanismo, haya persistido en abrazar el más estadounidense de los juegos como suyo propio”.

Su hipótesis es tan sugestiva como consistente: pese a ser una isla, nos dice, Cuba ha sido siempre una frontera entre la América de habla española y Estados Unidos. Su libro quiere ser una historia parcial de las transformaciones que han ocurrido en esa frontera. Y puesto a ello, una de las tesis centrales de La gloria de Cuba, es la de que el beisbol, y en general, la cultura estadounidense es uno de los componentes fundamentales de la cultura cubana, a despecho de que se hayan hecho “concertados y dolorosos esfuerzos para combatir o negar este hecho”.

Otra nuez bien cascada: la duradera contribución que a todo ello han hecho las culturas neoafricanas con su extraordinaria calidad adaptativa frente a un medio extraño y francamente hostil. El beisbol —no lo olvidemos— llegó a Cuba en pleno “tiempo de España”; mucho antes de que la trata de esclavos dejase de ser legal.

En esto, el beisbol ha seguido en Cuba un curso semejante al de su extraordinaria música popular: desacralización de lo tradicional y sublimadora contaminación de modernidad.  El autor nos recuerda que las culturas mestizas modernas no pueden ser, felizmente,  sino “lugares impíos de sacrilegio y de profanación”.

Muchos en la cuenca del Caribe y en Europa y el sur de nuestro continente dan por sentado que el beisbol llegó a nuestros países como resultado de las innumerables intervenciones militares estadounidenses en la región, a comienzos del siglo XX. Es un hecho, sin embargo, que no fue el cuerpo de marines yanqui el que nos trajo el juego.

El hombre que llevó a Cuba el primer bate y la primera pelota se llamó Nemesio Guilló. Hablamos ¡de 1864!: la Guerra de Secesión americana no terminaba aún y los cubanos todavía eran súbditos de la Corona española.

Nemesio fue uno de los tres “niños bitongos” (pijos) enviados por sus acaudalados padres a estudiar en una universidad (el Springville College) de Mobile, Alabama, en 1858. Para 1868, Nemesio Guilló había fundado ya un equipo de pelota —el Habana Base Ball Club— que derrotó, en juego amistoso, a la tripulación de una goleta mercante estadounidense en Santiago de Cuba.

Sin embargo, el equipo no tuvo tiempo de festejar la hazaña: se vio obligado a pasar a la clandestinidad, pues aquel mismo año estalló la primera y frustrada guerra de independencia cubana —llamada “de los Diez Años”, o “guerra chiquita”— y las autoridades españolas prohibieron la práctica del juego.

La juventud independentista cubana prefería militantemente el beisbol a las corridas de toros: en estas había que rendir formal pleitesía colectiva a las autoridades de la Corona española. Poniendo a salvo cuán entretenid y excitante pueda resultar “la pelota”, es fácil comprender que los independentistas cubanos atribuyeran al beisbol, frente a la tauromaquia y la decadencia de la monarquía, un valor simbólico asociado a la modernidad, a ideas de libertad e igualitarismo…y a la forma republicana de gobierno. Piénsese que en aquellos años se libraba en Estados Unidos una cruenta guerra. Uno de los bandos en pugna, el bando de Lincoln,  era abolicionista, como los independentistas cubanos.

Como venezolano, crecí en la errónea creencia de que el beisbol vino a nuestro país junto con los primeros petroleros gringos. Hoy sabemos, gracias a acuciosos investigadores como el historiador caraqueño Javier González, que fueron también vástagos de familias acomodadas quienes importaron el juego en la última década del siglo XIX, siguiendo los pasos de Nemesio Guilló.

Nuestro primer partido de beisbol se jugó en el patio de maniobras de una estación de ferrocarril al este de Caracas, en 1895, mucho antes de que los venezolanos viéramos la primera corrida de toros.

En Venezuela, como en el resto del Caribe hispanohablante, los precursores pertenecieron a las llamadas élites. Pero el pueblo llano pronto se apropió del juego mirando (de lejos) a los jóvenes ricos jugarlo, único modo de aprender la leyes de composición de un deporte cuyas reglas , según Lezama Lima,  en observación ya citada, “vistas de lejos, siempre parecen excepciones”.

En su libro, González Echevarría, ofrece, entre otras, esta tesis: “La cultura estadounidense es uno de los componentes fundamentales de la cultura cubana, aun cuando históricamente haya habido intentos, concertados y dolorosos, de combatir y negar este hecho. El béisbol es la más clara indicación de ello, pero no la única. Se trata de un proceso en el cual el antagonista es absorbido en lugar de rechazado”. Lo que vale para Cuba, vale en esto también para Venezuela.

Se nota en los modismos que el beisbol ha aportado al habla familiar de toda la región, con su imaginería a menudo referida a dilemas morales. Y en la estrategia de juego, también. En esas jugadas sorpresa de la malicia característica del beisbol jugado en el Caribe, tal como se jugaba en las segregadas ligas negras estadounidenses, y que fue rápidamente absorbida por jugadores cubanos y dominicanos que fueron a Estados Unidos a jugar en aquellas ligas a finales del siglo XIX.

Los nombres y apellidos de cualquier alineación regular del beisbol profesional estadounidense ofrecen hoy una idea del lugar que este más que centenario “relato de la frontera” ocupa en la historia cultural de Estados Unidos y de nosotros, sus vecinos.

“Cualquiera que sean las razones”, escribía en 2008 el historiador estadounidense Milton Jamail, “la oferta de talento estadounidense para jugar al beisbol en Estados Unidos claramente se está reduciendo, y esto ha hecho necesario buscar jugadores en otras partes”. Y añadía: “Las estadísticas que ofrece la misma industria del beisbol profesional estadounidense indican que casi el 35% de los jugadores profesionales a todos los niveles, desde novatos hasta grandes ligas, nacieron fuera de los Estados Unidos. (Las cifras incluyen a Cuba, Colombia México, Repúbica Dominicana y Puerto Rico) El béisbol, claramente, ha dejado de ser un deporte estadounidense”.

Mi amigo Milton tiene razón: el beisbol es, hoy por hoy, un deporte internacional que se juega profesionalmente en comarcas tan dispares cono Australia, Japón, Canadá, Corea del Sur, Suráfrica, República Checa, Colombia, Argentina, Holanda, Italia ¡y Cataluña! Su más exigente nivel de juego profesional se encuentra en Estados Unidos, donde descuellan los latinoamericanos.

Todo gracias a Nemesio Guilló, el cubano que trajo de Alabama la primera pelota de cuero de caballo y alma de corcho y dio con ello origen a la especial cepa del beisbol que jugamos los latinoamericanos de la cuenca del Caribe.

Mucho antes de convertirse en comandante golpista, Hugo Chávez intentó, como tantos jóvenes sin recursos de mi país, escapar de la pobreza convirtiéndose en lanzador (zurdo, como cabía esperar) de Grandes Ligas. Y aunque solía salpimentar sus interminables arengas con jerga beisbolística, un día le dio por abolir por completo el beisbol profesional, dando las mismas razones anticapitalistas que dio Fidel Castro para intentarlo, sin  éxito,  en Cuba, allá por 1960. La afición venezolana, notablemente la chavista, puso el grito en el cielo y eso mató el tiránico proyecto.

Me pregunto cómo sería el mapa político latinoamericano actual si, en lugar de convertirse en un autócrata delirante que despilfarró toda la riqueza de su país, Hugo Chávez hubiese colmado su sueño de adolescente de llegar a ser el lanzador de liga grande más ganador en toda la historia del beisbol del Caribe.


Publicado originalmente en la edición N° 511 de la Revista de Occidente, Madrid, octubre de 2023.

 

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