Hicimos de la década, escenario de una intensa y persistente militancia juvenil que abonaba a la vieja tradición de luchas, por cierto, característicamente venezolana. Escuela ahora olvidada de un quehacer político que asombraría a las nuevas generaciones, estuvimos decididamente inconformes con las postrimerías de un siglo que esperábamos reivindicar con una ilusa prontitud.
De boba tildó un prestigioso psiquiatra de entonces, o la periodista que lo abordó, a las recientes promociones en el inicio de un inadvertido y extraordinario naufragio del modelo rentista, acotemos, desplegada la mentalidad ta’ baratista por todos los rincones sociales en el decenio que lentamente incubó la llamada antipolítica. A juzgar por la izquierda presupuestaria que todavía pretende confiscar la presente centuria, sus aparentes bobedades resultaron a la larga muy caras y nefastas para el país.
Mucho nos había estremecido el documento de Puebla, surgido de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano, extendidos un poco más en los círculos de estudios a los que luego le dio dirección el siempre bien recordado padre Juan Cardón, en los predios de Montalbán. Y, particularmente, nos atrajo un título publicado en 1980, por Trípode, bajo la autoría de Baltazar Porras y Mario Moronta, como “Puebla: opción fundamental de la Iglesia”, motivo de una profunda inspiración y confianza.
Naturalmente, ya son otros los puentes para el testimonio y la reflexión conmovidos por los raudales que fluyen por debajo, incesantemente, desde varias décadas para reafirmar aquellos valores y principios que nos ha permitido sobrevivir a los indóciles remolinos y corrientes de profundidad. Inevitable que le correspondiera a los autores en cuestión, afrontar las dos últimas décadas y media, bajo un régimen político de consabidas características, asumiendo elevadas responsabilidades eclesiásticas de acertado desempeño al evaluarlas de acuerdo a las proposiciones pastorales formuladas desde muy antes en el modesto libro.
Uno de los prelados, Moronta, lució con mayor simpatía, comprensión y aquiescencia hacia el régimen, sobre en todo en la etapa del antecesor, pero la cruel realidad lo ha hecho cada vez más expresivamente crítico y firme, como ocurrió recientemente en un acto presenciado por el gobernador tachirense. El otro, Porras, ha sido hábil, comedido al mismo tiempo que resuelto, en medio de las feroces tempestades y aspavientos de un gobierno que ha experimentado distintas transiciones hacia sí mismo, franca e históricamente agotado.
Después de hacerse parte sorprendida en el garrafal error que la prensa denominó el Carmonazo, la prelatura se esforzó por normalizar las relaciones con el Estado, subrayemos, sin renunciar a sus legítimas posiciones, añadido el cuestionamiento de la pretendida reforma constitucional. Indudable, ello disgustó a las más altas jerarquías de un oficialismo que nunca renunció a la competencia desleal con el catolicismo, en un terreno que se supone vedado al poder político, como es el de las más libres, íntimas y trascendentes creencias y convicciones personales; agreguemos, hubo también una buena estrategia de contención respecto a los excesos y abusos del envalentonamiento miraflorino, ya definitorios del sucesor.
Luego, deseamos especialmente referirnos al cardenal Porras, quien ha dejado semanas atrás el arzobispado de Caracas, por razones de edad, aunque la ciudad-vitrina lo ha puesto definitivamente en el corazón de todos los venezolanos por su talante y esfuerzos. Nuestro reconocimiento y modesto tributo a Baltazar con quien no tenemos vínculo alguno de amistad, pero nos permitimos tratarlo con la familiaridad de aquellos feligreses que lo conocieron junto a Mario por los años ochenta, a través de un ensayo que tanto elevó la razón, el sentido y el entusiasmo de una generación que le ha correspondido ahora adversar a sus contemporáneos en el poder.
@luisbarraganj