La clasificación de China dentro los índices sanitarios mundiales deja mucho que desear. La Organización Mundial de la Salud ubica a este país en el puesto 144 dentro de sus índices. Las razones tienen que ver principalmente con la inconsistencia existente entre los estándares de salud en el campo y en las grandes ciudades. Otras publicaciones especializadas son más generosas con el gigante de Asia en lo atinente a sus índices de atención a la salud de los ciudadanos. En 2021, la revista CEO Magazine colocó a China en el puesto 47. El primer país del mundo de acuerdo con esta publicación sería Corea del Sur seguida de Taiwán, Dinamarca, Austria, Japón, Australia, Francia, España, Bélgica y Reino Unido. Para solo citar los países latinoamericanos que superan a China en políticas y manejo eficiente del sistema de salud, estos son Ecuador, México, Colombia, Uruguay y Chile.
El coloso asiático, sin embargo, gasta 5,5% de su producto interno en atención al tema sanitario pero el número de médicos en relación con la población sigue siendo bajo: 1,6 doctores por cada 1.000 ciudadanos. Basta decir que los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos cuentan con una proporción de 3,5 médicos por cada 1.000 habitantes.
La pandemia de SARS que se desató a partir de Guandong en el año 2003 prendió las alarmas en Pekín sobre la necesidad de una reforma sustancial de las políticas vinculadas con la salud y muchas estrategias se formularon desde entonces. Con orgullo las autoridades sostienen que en la última década ningún país del mundo ha avanzado lo que China en el mejoramiento de los temas de salud. El caso es que mientras el gobierno chino asegura que 95% de la población de 1.400 millones tiene acceso a una sanidad básica, las deficiencias sanitarias son las mismas que las de cualquier país subdesarrollado.
En su esencia estas debilidades tienen que ver con un sistema de seguros de salud endeble, la oferta de servicios médicos insuficiente en el país, la falta de medidas para incrementar la capacidad operativa de los hospitales, la pobre gestión de la penuria de materiales médicos y de materiales de protección y la lentitud de la industria para responder ante las demandas gubernamentales en casos de crisis.
La paradoja es que mientras inmensas masas de población rural siguen estando al margen de una atención hospitalaria moderna, el país cuenta con el sistema electrónico de seguimiento sanitario y evaluación de contagios en tiempo real más poderosos del mundo, caracterizado por un modelo de notificación inmediata, transparente y completa. Igualmente la capacidad de investigación científica de China supera a la de muchos países desarrollados del mundo.
Lo que se ha hecho evidente con las recientes cuarentenas forzadas en ciudades importantes es que las autoridades que propugnan la estrategia de Cero Covid sienten que aun el sistema no es lo suficientemente robusto. En los centros urbanos prósperos la red hospitalaria no tiene la capacidad de albergar la inmensa masa de contagiados que pudieran producirse. Hay que impedir, pues, a costa de lo que sea, que los contagios se vuelvan inmanejables.
En conclusión, a pesar de índices que no son favorables, la salud sí es una prioridad para los líderes en Pekín. Este es un componente vital de la estabilidad social y de la cohesión de la población en torno a sus gobernantes.
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