“No hay muerto que no me duela, no hay un bando ganador. No hay nada más que dolor y otra vida que se vuela. La guerra es muy mala escuela, no importa el disfraz que viste. Perdonen que no me aliste bajo ninguna bandera. Vale más cualquier quimera, que un trozo de tela triste”. (“Milonga del moro judío”. Jorge Drexler).
Desde que el primer hombre puso sus pies en la tierra, y descubrió que otros venían detrás a invadir su territorio, a beber en su río, a cazar sus animales, la guerra ha sido algo tan intrínseco al ser humano como la propia evolución. Guerras tribales, guerras territoriales y con la evolución intelectual, guerras ideológicas y religiosas, han acompañado la historia de la humanidad como la sombra acompaña a los objetos, como una unidad indisoluble.
De un modo objetivo, es comprensible que los primeros seres humanos luchasen por dominar los territorios, los más fértiles, los bañados por el cauce de los ríos, los que eran ricos en fauna que les proporcionaba caza y pesca, ya que tanto el sustento como las condiciones de habitabilidad influyen de manera determinante en la calidad de vida. No obstante, como el hombre es un animal, no lo olvidemos, movido más por sus pasiones que por sus instintos, fueron la ideología y la fe, una vez que se había logrado un entorno favorable, las que comenzaron a motivar los nuevos conflictos.
No deja de ser irónico que algo tan subjetivo como la ideología y la fe, principalmente la fe, cale tan hondo en el ser humano como para llevarle a arrebatar la vida a otros y a poner en juego la suya propia. No es tanto la necesidad de sentirse parte de un colectivo, y defenderlo con vehemencia, como de tener meridianamente definido a quien hay que partirle la cara. Si atendemos a lo dicho anteriormente, que el ser humano es un animal, a fin de cuentas, esto quizá sea una canalización de nuestra agresividad toda vez que ya no nos vemos obligados a huir de los depredadores o a cazar para comer.
Lo preocupante, en los años veinte del siglo XXI, es que la mayoría de los conflictos abiertos hoy en el mundo tengan un origen religioso, aunque posteriormente hayan derivado a territorialidad, inevitablemente, siendo esta más consecuencial que causal.
En el caso de los conflictos abiertos en los que se está viendo implicado Israel, esta relación religiosa es evidente. Judíos y musulmanes son inmiscibles, enemigos históricos, si bien en este caso el conflicto territorial ha fagocitado al religioso, tanto en el caso de Palestina como en el del Líbano, desde la invasión israelí en 1982, propiciada por su guerra civil, también de origen religioso, ya que la población libanesa se encuentra dividida entre cristianos y musulmanes, lo que derivó en la división de Beirut en dos mitades, como ocurrió en Berlín; la occidental, musulmana y la oriental, católica.
Como queda evidenciado, de una manera o de otra, la religión se encuentra entrelazada en el origen de estos conflictos aparentemente territoriales.
En el otro gran conflicto que asola a Europa, entendida esta como continente europeo, el de Rusia y Ucrania, la implicación doctrinal es menos evidente, pero subyace del mismo modo implicando a la todopoderosa Iglesia ortodoxa rusa, la cual ha tenido y tiene una gran influencia en Kiev, siendo considerada por la población una rama religiosa de Rusia que, de algún modo, ha tenido una fuerte implicación en las políticas ucranianas.
Esto ha llevado a la división de la comunidad ortodoxa en Ucrania, que se ha disociado en dos estamentos, la Iglesia Ortodoxa Ucraniana del Patriarcado de Moscú, UOC-MP , leal a Kirill, figura muy cercana y vinculada al presidente Putin y máximo representante de esta institución y la Iglesia Ortodoxa de Ucrania, UOC. No obstante, 70% de la población ucraniana sigue fiel a la institución encabezada por Kirill, doctrinalmente partidario de considerar a Rusia y Ucrania un mismo pueblo.
Así pues, nuevamente la religión toma parte en el conflicto, con un papel si bien menos evidente que en el caso israelí, no por ello menos influyente en su desarrollo.
No se trata de demonizar la religión, sin embargo, sino de cuestionar el modo en que el ser humano, un ser pensante y reflexivo en apariencia, se deja influir por el entorno en mucha mayor medida de la que es consciente, o aún siendo consciente de ello. Y si trasladamos esto a los territorios actualmente en paz, o al menos no inmersos en conflictos militares, como España, el problema suplementario es la utilización interesada que, por parte de las distintas tendencias políticas, se hace de estos conflictos, polarizando, como se ha polarizado la vida social española en general, en beneficio de las doctrinas, llegando a hacernos asumir que apoyar a uno o a otro bando es una cuestión ideológica y no lógica, de tal modo que nos obliga a alegrarnos de las desgracias, de la suerte y la muerte de aquellos que, en teoría, no son de nuestro bando.
Flaco favor hace esto a la posible solución de conflictos que están arruinando a familias que nada tienen que ver con ellos, que están arrebatando a millones de personas la posibilidad de llevar una existencia digna y que están matando a miles y miles de inocentes, sea cual sea su religión, etnia o color político.
Nadie merece morir por ser musulmán, judío o católico. Nadie deber perder la vida por ser de izquierdas o de derechas, por ser blanco, negro o amarillo; y por supuesto, nada justifica que celebremos el mal ajeno, la desgracia de inocentes que no han cometido otro delito que nacer en un lugar que en absoluto han escogido. Nada, absolutamente nada, justifica nuestra frialdad e indiferencia ante su dolor. No hay asesinatos justos y asesinatos injustos, cuando se trata de seres humanos que solo quieren seguir adelante y tener a salvo a los suyos.
No se dejen engañar. Entender el dolor que está sufriendo el pueblo palestino y sentir esa injusticia no es de izquierdas, como lamentar los muertos israelíes no es de derechas; como tampoco has de apoyar a Putin por ser comunista o a Zelenski por no serlo.
Si queremos considerarnos seres humanos, con toda la implicación del término, tenemos que desechar la ideología ante las causas humanitarias.
Ante la desgracia ajena, no hay banderas.
“Y a nadie le di permiso para matar en mi nombre. Un hombre no es más que un hombre, y si hay Dios, así lo quiso. El mismo suelo que piso seguirá, yo me habré ido. Rumbo también del olvido, no hay doctrina que no vaya; y no hay pueblo que no se haya creído el pueblo elegido”. (“Milonga del moro judío”. Jorge Drexler).
@elvillano1970
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