Las grandes conflagraciones traen consigo repercusiones muchas veces impensadas. Tras el caos generalizado, viene la necesidad de reconstrucción individual y social. Las movilizaciones de seres humanos producen desarraigos y nuevas conexiones. En medio de la devastación surgen oportunidades para la creación. Personajes, más allá de la violencia, lograron inéditos espacios de desarrollo para su naturaleza sensible. Fueron bailarines evadidos de la confrontación internacional, que arribaron hasta territorios desconocidos para dejar huella.
Buena parte de los orígenes la danza escénica en América Latina se encuentra en esos inmigrantes, que desafiando costumbres, prejuicios e incomprensiones se establecieron en tierras ajenas para revelar las singularidades del arte del cuerpo desde visiones provenientes de Europa que, en muchos casos, lograron una fusión íntima y elevada con los impulsos del sentir originario y mestizo.
En el ámbito de la danza clásica, el fenómeno resultó aún más destacable. A partir del código cortesano se lograron las primeras sistematizaciones de las escuelas y los estilos iniciales del ballet en Europa, que llegaron hasta conglomerados geográfica y socialmente distintos. Una distancia insalvable, se aseguró siempre, existía entre las corporalidades del viejo continente y las del nuevo mundo. El ballet latinoamericano, resultado del coloniaje o el encuentro cultural, devino una experiencia integradora de energías provenientes de realidades continentales disimiles.
El ballet venezolano no puede abordarse sin el reconocimiento de las acciones de bailarines y maestros que, evadiendo situaciones de conflictividad extrema, migraron para desvelar los postulados de un arte desconocido e improbable en estas latitudes. En el país de Juan Vicente Gómez, fueron afincándose creadores que hicieron posible el desarrollo de una manifestación universal vista como impropia. La ruta anticipada a principio de los años treinta por la bailarina rusa Gally de Mamay, que enseñaba nociones de danza académica en las casas de familias socialmente privilegiadas, fue seguida tiempo después por el estadounidense de origen también ruso Basil Inston Dmitri y la austríaca Steffy Stähl, quienes en el período de transición política impartieron clases en las escuelas de educación primera de rítmica según el método de Dalcroze.
Lila Nikolska, bailarina nacida en Rusia, primera figura del Ballet de la Ópera de Praga, y Miro Anton, bailarín checoslovaco de gesto noble, se incorporaron al proyecto de la Escuela Nacional de Ballet dirigido por Nena Coronil, contribuyendo al crecimiento de la danza que allí se impartía. Nikolska incursionó también en la coreografía, mientras que Anton en la dirección de escena y la fotografía especializada en danza.
Lidija Korcer (Lidija Franklin) letona, integrante de los Ballets Jooss y la compañía de Agnes de Mille, y Nina Novak, polaca, figura de los Ballets Rusos de Montecarlo, vivieron también los efectos de la guerra y en sus respectivos momentos se asentaron en Venezuela para hacer historia en la danza nacional.
Henry Danton, danzante inglés procedente del Sadlers Wells Ballet y ex capitán del ejército británico durante la Segunda Guerra Mundial, fue factor decisivo en el desarrollo del ballet venezolano, a través de su labor artística y docente en el Ballet Nena Coronil y el Ballet Nacional de Venezuela. Vicente Nebreda, Irma Contreras y Graciela Henríquez resultaron algunos de sus discípulos fundamentales.
Nina Nikanórova, rusa; Natalia Bodisco, finlandesa e Irene Levandovsky, ucraniana, hicieron notables aportes a la danza clásica en las ciudades de Valencia, Maracay y Maracaibo.
La guerra y sus secuelas los trajeron hacia lugares inexplorados. Sus ejecutorias contribuyeron a hacer factible el arte del ballet en Venezuela.
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