Después de meses de silencio y parálisis, el caso Ayotzinapa ha regresado al centro de la conversación nacional.
La llamada Comisión de la Verdad, encabezada por el subsecretario de Gobernación Alejandro Encinas, emitió el jueves pasado un amplio informe en el que se contradicen algunas de las conclusiones de la investigación inicial (la llamada “verdad histórica”).
Un día después, Jesús Murillo Karam, titular de la PGR al momento de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y responsable de las primeras indagatorias federales, fue detenido. Se le acusa, en conexión con el caso, de desaparición forzada, tortura y delitos contra la administración de justicia. En paralelo, un juez federal emitió 81 órdenes de aprehensión en contra de funcionarios y presuntos integrantes de los llamados Guerreros Unidos.
No me quiero pronunciar sobre los hechos sustantivos del caso: ¿quién es culpable y quién es inocente? No conozco el expediente para hacer un juicio razonable al respecto.
Más bien quisiera concentrarme en algunos asuntos de forma.
Primero, parece existir evidencia bastante robusta de que la tortura y la coerción fueron parte de las investigaciones iniciales. Se puede discutir quién y cuándo avaló esas prácticas, pero creo que nadie niega que en efecto sucedieron. Muchos de los inculpados acabaron siendo liberados precisamente por ese hecho (y varios antes del inicio de esta administración).
Segundo, en un número considerable de procesos vinculados al caso, hubo prisión, pero no sentencia. Muchos de los inculpados pasaron (o pasan) largas temporadas tras las rejas, sin que jamás se resuelva sobre su culpabilidad o inocencia.
No creo que sea exagerado decir que este proceso no dejó satisfecho a nadie. Ni a las familias de las víctimas ni a las instituciones de procuración de justicia ni a los inculpados ni a la sociedad en su conjunto. No creo que nadie suponga que en ese asunto se hizo justicia.
Pero, bueno, fue un caso investigado, construido y litigado en el viejo sistema de justicia penal. Inquisitivo, escrito, barrocamente formalista, más opaco que agua de pantano, cargado hacia la parte acusadora. Desde entonces, se ha implementado una ambiciosa reforma y ahora el sistema es oral, adversarial y acusatorio.
¿Todo bien? Pues no todo.
Fast forward a 2022 y a la audiencia inicial del exprocurador Murillo Karam. Y allí lo que vimos es algo bien sabido, pero a menudo olvidado: en nuestro sistema “acusatorio”, no se requiere una acusación formal para iniciar un proceso penal.
Técnicamente, Murillo no está acusado de nada ni lo estará hasta que pase no solo la vinculación a proceso (algo que debería suceder el próximo miércoles), sino la llamada investigación complementaria. Para eso hay seis meses, pero en la práctica (por prórrogas, recursos, etc.) puede durar años. Y solo allí empezaría (en su caso) el juicio. Por mientras, el imputado permanecerá (con alta probabilidad) en prisión preventiva. Lo mismo le acabará sucediendo a la mayoría de las otras 81 personas que la FGR busca aprehender en conexión con esos hechos.
En los hechos, tenemos un sistema de justicia penal que sigue deteniendo para investigar y no investigando para detener. En los hechos, tenemos un sistema que refunde a personas en prisión sin dictarles sentencia durante años (v.gr., Rosario Robles).
Sin importar lo que uno opine sobre los implicados y sin negar las diferencias con el sistema anterior, esto difícilmente dejará satisfecho a alguien y nadie confundirá los resultados con la justicia.
Y eso es una tragedia para las familias de las víctimas y el país en su conjunto.
Artículo publicado en el diario El Universal de México