Rara vez o casi nunca acometo esta travesía teniendo el título en mente. La presente es reglamentaria excepción y responde acaso a viejas y no del todo olvidadas lecturas de sonetos de Francisco Quevedo —Ayer se fue; mañana no ha llegado;/hoy se está yendo sin parar un punto:/soy un fue, y un será, y un es cansado— o, más bien, a nostálgicas evocaciones del buen cine italiano de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Ayer, hoy mañana, tal encabezo estas líneas, se llamó una producción de Carlo Ponti (Ieri, oggi, domani, 1963), dirigida por Vittorio de Sica, con Sofía Loren y Marcello Mastroianni en los roles protagónicos de los tres relatos del filme premiado en 1964 con un Oscar a la mejor película de habla no inglesa. De ella tomé su nombre con intención de referirme principalmente al último día del finalizado mes de octubre y a los dos primeros del apenas iniciado noviembre —días de susto, fervor y duelo o, simplemente, de brujas, santos y muertos—, y eventualmente al pasado, presente y futuro de un país al margen de la modernidad, cuya historia es revisada y reescrita de acuerdo con ideas forjadas con herramientas propagandísticas de escaso valor metodológico y ninguna validez científica.
Ayer, cuando supuestamente brillaría una luna azul —Blue moon,/You saw me standing alone—, en realidad una segunda luna llena de octubre y de azul nanay, hubo intercambio de dulces y morisquetas en la noche de Halloween —contracción de All Hallow´s Eve (Víspera de Todos los Santos)—, fiesta asociada a hechiceras, ánimas errabundas, espantos y hechizos, convertida, gracias a la prestidigitación mercadotécnica de Madison Avenue, en oportunidad calva pintada a objeto de comercializar máscaras, cotillón y disfraces, y entusiasmar a los niños, a los niños oligarcas e imperiales, habría pontificado el eterno —de la boca hacia afuera, pues la brujería y el ñañiguismo avakuá, ¡Écue-Yamba-Ó!, formaron parte de su cubanización—, y ¡frivolidad burguesa!, en clave de loro contrapuntista remataría Maduro, quien preferiría una salsera noche de Walpurgis tropical previa al aquelarre electoral, con tambor y cantos a Orisha, Babalú-ayé, ¡óyeme tú! Hay mucho de brejetería y emulación del american way of life en la rumba vernácula de Halloween, mas ello es inevitable si pensamos en el efecto globalizante de las comunicaciones, especialmente de la televisión e Internet. Y, si a ver vamos, la guachafita de ayer con brujitas, monstruos, auyamas y telarañas conjuró momentáneamente la paranoia, el desasosiego y la depresión inherentes a la plaga china —se habla de angustia pandémica—, y relegó a segundo plano la inexorable marcha bolivariana a paso de vencedores hacia la perpetración de un fraude descarado, sin importarles un carajo al gobierno de facto, a la espuria constituyente y al írrito CNE las inocultables deficiencias del sistema de salud ni los riesgos de contagio del mal amarillo en boga y, mucho menos, el ya cantado desconocimiento internacional del sainete decembrino —en su aproximación al castellano, el bellaco cebolla balbuceó: «Las elecciones de diciembre serán una venganza contra los comicios parlamentarios de 2015»—. En mi otro ayer, miércoles, se temía por la suerte y el destino del periodista Roland Carreño, acusado de terrorista y de conspirar contra el régimen —¡cuándo no es pascua en diciembre!, exclamaban las abuelas—. El jueves, mientras ensayaba poner orden en el caos de estas divagaciones, la arrechera de Maduro y sus compinches debido al gran escape de Leopoldo llegaba al techo. Ayer, 31 de octubre, fue Día Mundial del Ahorro y el ahorro, escribió Salvador Garmendia en el Sádico Ilustrado, es para los peorros —pedorros, para quienes dicen Chacado y Chacadito—.
Hoy es domingo y Día de Todos los Santos, festejo eminentemente religioso creado a instancias del papa Gregorio IV, en tiempos de Luis el Piadoso o Ludovico Pío, rey de Aquitania y emperador de Occidente (Siglo IX) destronado por sus hijos. Poco se sabe de las razones pontificias para instaurar una conmemoración tan inclusiva, pues de acuerdo con Peter Kreeft, apologista católico y profesor de Filosofía del Boston College, «todos los creyentes son santos»; tal vez le dio su santísima gana. Sí es patente su fatídico sino y están documentados trágicos eventos acaecidos un 1° de noviembre. En 1170, la historia registra la primera «inundación de Todos los Santos», ocurrida en Holanda, ocasionando cuantiosas pérdidas materiales y humanas. La segunda, catastrófica como su antecesora, tuvo lugar en Pomerania (1304) a causa de una marejada ciclónica; la tercera, 1436, y la cuarta, 1570, se ensañaron nuevamente con los Países Bajos. En 1755, a eso de las 10:00 de la mañana «un terremoto de al menos 8,5 en la escala Richter sacudió Portugal y el sur de España. Era la hora de misa mayor y las iglesias de Lisboa estaban abarrotadas de feligreses. Al primer temblor le siguió otro y la ciudad se vio sacudida tres veces en cuestión de seis o siete minutos, haciendo estremecer sus cimientos» (ABC, 31/10/2017); en 1948, al sureste de Manchuria, fallecieron cerca de 6.000 personas al explotar un navío mercante chino; y, en 1995, en un avión de United Airlines hubo una explosión a bordo y se estrelló en Longmont, Colorado: murieron 44 personas, entre ellas un bebé. Y paremos de contar, no vaya a parecer la siniestra lista un exorcismo destinado a empavar aún más a nuestro pobre país, cuando, salvo los apagones de costumbre, las habituales protestas asociadas al hambre y la escasez de energía, agua y combustible, y el rutinario aviso del zarcillo dando inicio a otra semana de flexibilización correspondiente al irresponsable e irracional esquema 7×7, nada trascendente se vislumbra en el horizonte. Seguimos pendientes, eso sí, de Roland y el dedo acuseta del fiscal cagaversitos, caricatura de Antoine Quentin Fouquier de Tinville, el celebérrimo accusateur public guillotinado en un acto de justicia poética. Hoy, en las iglesias, antes y después del salmo habitual, seguramente se lean fragmentos del libro del Apocalipsis y una carta del apóstol Juan. ¿Levantaran sus voces sacerdotes y feligreses exigiendo el cese de la usurpación y diciéndole ¡no! a las parlamentarias maduristas?
Mañana, 2 de noviembre, es el Día de los Fieles Difuntos, o de los muertos. En México se festeja en grande y no corren lágrimas sino torrentes de tequila. En Venezuela, los cementerios solían congestionarse con la obligada visita a familiares descansando en la paz de los sepulcros. Hoy quizá las necrópolis permanezcan desiertas. Sobran pábulos para justificar ausencias. La pandemia. La falta de efectivo. La necesidad de ahorrar la poca gasolina conseguida tras quién sabe cuántas horas atascados en insufribles colas. Impecunes y sin combustible, los dolientes no tienen cómo trasladarse al camposanto y no pueden comprar las flores de rigor, condenadas a secarse y embasurar la tumba hasta el año próximo. Al muerto nada le importa el tiempo. A los bancos tampoco porque no abrirán sus puertas. Y cuando se habla de muertos es imperativo recordar a los más de 350.000 palmados violentamente durante los 21 años de revolución bolivariana (15 personas diarias). Trescientas cincuenta mil y tantas víctimas de delincuentes, colectivos, policías, militares y fuerza de acciones especiales —la misma miasma—, para las cuales no hubo mañana. Ni pasado mañana. ¡Ay, pasado mañana!, diríamos remedando al recordado Lázaro «Papaíto» Candal, será jornada de trascendencia planetaria. La democracia mejor armada y económicamente más poderosa del orbe se juega el porvenir inmediato en un cara o sello presidencial. No adelanto pronósticos ni revelo mis preferencias. En la desdichada Venezuela, quienes esperan la llegada del ángel exterminador o el descenso de un deus ex machina desde la tramoya celestial de barras y estrellas apuestan a una improbable injerencia armada ordenada por esa suerte de pájaro loco pelirrojo llamado Donald como el pato de Disney de histérica habla. Pudieran quedarse con los crespos hechos. Si no se aventuró antes de las votaciones, difícilmente lo haga después. No se justifica. Como el de Maduro, su objetivo es mantenerse en el poder. Lo siento por las almas crédulas e inocentes que delegan en otros su deber moral. Por semejante desaprensión perdimos el ayer, nos confiscaron el presente y corremos el riesgo de perder el futuro. Este a lo mejor pasó de largo y no nos dimos cuenta.