Con el candor que solo dan los años y que a ratos mitiga un poco —solo un poco— con cordiales evocaciones todo lo lacerante de nuestra desoladora realidad, contemplé reponer una nota que publiqué con regocijo, el año pasado, en la revista Letras Libres.
El motivo lo daban los 80 años del diario El Nacional, laica fiesta de guardar para la gente de mi generación.
En el curso de una semana estremecida por un bárbaro zarpazo a la civilidad y por lo que Meng Jao Jan, radiante poeta chino de la dinastía Han, llamó “la ira de los particulares”, resolví allegar a los lectores más jóvenes —suponiendo optimistamente que pueda tenerlos—, un fragmento de memoria de lo que pudo significar la democracia, la libertad de pensamiento y de asociación, el comercio de las ideas y, dicho sin más, el gozo de vivir en Venezuela.
En 1977, el mexicano Carlos Fuentes ganó con Terra Nostra el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. En aquel tiempo remoto la entrega del premio coincidió con el aniversario de El Nacional. Fuentes fue el invitado de honor al open house que cada año solía ofrecer la directiva del diario en un hotel de la capital.
Un comentario suyo, recogido por la prensa de entonces, sugería que el primer capítulo de la gran novela venezolana del siglo XX bien podría situarse en el cóctel de aniversario del diario fundado en 1943 por el abuelo de su actual editor, Miguel Henrique Otero, hoy exiliado en Madrid.
El autor de La muerte Artemio Cruz aludía, con perspicacia de gran novelista, al clima que envolvía a la sociedad venezolana en aquellos años de pujanza petrolera, genuina libertad de prensa, alternancia democrática y todos sus correlatos de movilidad social y, por supuesto, también de corrupción.
Todo sugería una novela de esas que los sabiondos llaman “coral”: un fresco animado que presentase media docena, quizá un poco más, de personajes, arquetipos y tramas que a su vez avivaran el comentario social.
La guasa caraqueña, encarnada en Marcelino Madriz, satírico insuperable, precisaba que el autor de La muerte de Artemio Cruz, insumergible narcisista, seguramente hablaba de una gran novela venezolana del siglo XX escrita por Carlos Fuentes a la manera de Carlos Fuentes para mayor gloria de Carlos Fuentes.
Bromas aparte, es significativo que otros muchos testimonios latinoamericanos de entonces destacasen, igualmente, la singularidad de aquella Venezuela de la tolerancia, solitaria en un continente entonces erizado de crueles dictaduras militares y agitado por la insurgencia armada de las izquierdas.
Caracas fue el burladero seguro y promisorio para centenares de perseguidos políticos provenientes de Brasil, como Fernando Henrique Cardoso, o del Cono Sur, como Tomás Eloy Martínez, Isabel Allende o Ángel Rama, por citar solo un puñado.
Apenas un año atrás se había nacionalizado nuestra industria petrolera, la democracia cumplía un tercer período constitucional y el país se encaminaba a una cuarta elección presidencial, sin turbulencias golpistas de derecha ni insurgencia armada guevarista.
En ningún lugar de Venezuela esa atmósfera de familiar diversidad, de tolerancia universal, cuajaba mejor que en la fiesta anual de El Nacional.
Era el espíritu de aquel open house, al que estaba invitado todo el que quisiese dejarse caer, el mismo espíritu proverbialmente amplio y liberal que Miguel Otero Silva, aun siendo él mismo todavía un comunista de los de uña en el rabo, infundió en las páginas culturales y de opinión de su diario, abiertas siempre a todas las tendencias.
La poeta venezolana Ana Nuño me contó un día que, siendo una rebelde jovencita –calculo yo que por la misma época del premio otorgado a Fuentes–, su padre, el brillante filósofo Juan Nuño, que en los años cincuenta del siglo pasado se exilió en Venezuela aborreciendo el franquismo, se hizo acompañar de su hija a uno de aquellos “bonches ilustrados”—así los llamaba Pedro León Zapata— que comenzaban al mediodía con la entrega de premios internos de la empresa editorial.
“Bien, ¿qué te pareció?”, preguntó Nuño a su hija, ya camino a casa, a la caída de la tarde. La joven respondió que el espectáculo de un excomandante guerrillero brindando y en charla intrascendente con el coronel retirado que le había dado caza en el monte quince años atrás le resultaba repugnantemente obsceno y merecía todo su desdén.
Nuño se detuvo un instante a recordarle que él se había visto precisado en los años cincuenta a dejar España, su país de origen, donde hasta hacía muy poco aún se fusilaba.
Ciertamente, las mezcolanzas de la fiesta de El Nacional habrían sido impensables en la España de su primera juventud. “Pero prefiero mil veces esta caribeña promiscuidad que tanto te choca”, repuso el autor de La filosofía en Borges y celebrado columnista de El Nacional.
Desde que tengo uso de razón, ningún venezolano de bien pasa por alto el 3 de agosto. Este año, la fecha marca el aniversario número 81 del periódico más auténticamente demócrata y liberal de Venezuela. Por todo ello brindo: por el diario en que eché los dientes, el buque insignia de la promiscua, generosa, disparatada, genial y ruidosa Venezuela de todos en que me hice adulto y en la que estoy seguro volveremos a vivir.
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