OPINIÓN

Avocamiento y ahorcamiento

por Alfredo Cedeño Alfredo Cedeño

Caracas es una aldea con pretensiones citadinas, y tal vez en ello está el secreto de su encanto. Estoy patológicamente orgulloso de haber nacido en ella, y de haber sido bautizado en la pila bautismal de su catedral. Más de una vez me han enrostrado dicha vanidad, pero así somos los caraqueños. En 1972, la capital venezolana era aún más aldea y La Pastora, una de sus parroquias emblemáticas, solía amanecer llena de neblina. Entre sus esquinas Santa Ana y Coromoto, en dos casas seculares, número 8 y 12, funcionaba el noviciado de la Compañía de Jesús bajo el mando del imborrable Ignacio Huarte, Iñaki. Eran días en lo que esa institución era una suerte de centro abierto de formación al que acudían todos los vecinos interesados de la zona. En esa misma calle vivían ese par de eternos tortolos que ya son uno, José Pulido y Petruska Simme, quienes habían recalado por allí luego de una experiencia no muy grata en Maracay. También estaba allí con frecuencia ese entrañable afecto que es Wilmer Suárez, quien acababa de abandonar el Seminario Interdiocesano de Caracas y tenía un grupo musical que ensayaba en una casa que estaba de San Vicente a Medina, donde Pulido y Suárez compusieron varias canciones.

En una de esas casas que mencioné antes, en la número 12, estaba la biblioteca del noviciado y en uno de sus estantes grises encontré una tarde un libro cuyo título me absorbió: La casa verde. Así descubrí a los 15 años a Mario Vargas Llosa, el hereje al que “los progresistas” no han podido opacar pese a todos los intentos habidos y por haber.  Para muestra les cito dos trozos de la tesis doctoral de su paisano Julio Roldán: “Mario Vargas Llosa como poeta, dramaturgo, cuentista o actor no tiene la calidad, tampoco la fama, que ha ganado como periodista y, particularmente, como novelista. En el rubro de los denominados géneros menores, su producción, siendo respetable cuantitativamente, es insignificante cualitativamente”. Este ahora doctor de una universidad alemana concluye en su trabajo: “El ser un mestizo, provinciano, pequeño burgués, intelectual y crítico es para Vargas Llosa un gran problema en un determinado aspecto de su vida. Estos son los hechos objetivos que generaron su pesimismo, inseguridad y constante frustración, hasta el extremo de intentar autoeliminarse”.  Todavía pretenden cobrarle su deslinde de la dictadura cubana.

Desde aquel tiempo hasta ahora he sido un consecuente lector de todo cuanto produce el autor peruano. Cada una de sus piezas las he disfrutado con fruición, las he leído con una puta envidia a su virtuoso manejo de nuestro idioma, he entendido un poco más el rompecabezas hispanoamericano, me he sorprendido por su manejo del reportaje para configurar sus obras. La última pieza suya que leí fue Tiempos recios, en la que aborda el golpe de Estado contra el presidente guatemalteco Juan Jacobo Árbenz en 1954, así como el posterior ascenso de Carlos Castillo Armas, “Cara de Hacha”, y su asesinato en las propias instalaciones del palacio de gobierno. Vargas Llosa rescata en el tercio final de esta novela el episodio vivido en 1954 por el embajador de México ante Guatemala, Primo Villa Michel, quien hizo una protesta formal porque, cuando fue a reclamar por algunos exiliados, el ministro de Educación del coronel “Cara de Hacha”, Jorge del Valle Matheus, le respondió: “Somos una dictadura y hacemos lo que nos da la gana.”

Estaba terminando de leer este libro cuando me llegó la copia del “avocamiento” de la sala de casación civil del tribunal supremo de justicia (por favor corrector, respéteme las intencionales minúsculas con los que me refiero a esas “instituciones”), mediante la cual el “magistrado” Yván Darío Bastardo Flores, “a los dieciséis días del mes de abril de dos mil veintiuno. Años: 210º de la Independencia y 162º de la Federación” (y 20º de la Peste Roja), decide que El Nacional, le pague “DOSCIENTOS TREINTA Y SIETE MIL PETROS (237.000,00 PTR)”, por concepto de “daño moral gravísimo” a cierto bojote mal hecho. El delito: haber reproducido lo que la prensa seria asegura, Urbi et orbi, que es el capo de todos los capos de cierto cartel resplandeciente.

Pienso en el demandante y el sicario judicial que firma tal adefesio jurídico y me parece escuchar a Antonio Estévez, quien tildaba, con palabras precisas y corrosivas, a ciertos personajes y funcionarios de cerebros de gallina enana. Lo que no entiendo es por qué no tienen los reaños de llamar las cosas por su nombre y decir, como lo hizo Matheus en 1954, que están emitiendo no un avocamiento sino un ahorcamiento de El Nacional.  Si en algo se especializan los “revolucionarios” es en hacer que la ley se le ajuste a sus caprichos, por ello son expertos en fusilamientos, pero sobre todo en linchamientos.

© Alfredo Cedeño

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