“Autoritas, non veritas facit legem”. Thomas Hobbes, El Leviatán
“Lo político es el enfrentamiento amigo-enemigo”. Carl Schmitt, El concepto de lo político
Thomas Hobbes (1588-1679), uno de los más grandes pensadores ingleses de lo político, que comparase al Estado con un bíblico monstruo marino, el Leviatán, tan necesarios ambos, tan descomunales y tan monstruosos como para poder mantener el orden en el caos del universo, supo poner las cosas en su lugar, como Colón cuando para demostrar la redondez de la Tierra no se extravió en consideraciones cosmológicas sino que, puesto ante los reyes católicos, puso un huevo de pie con el sencillo expediente de golpear uno de sus extremos sobre la fría lisura de la madera. Hechos, no palabras. Facts, como suelen subrayar los positivistas de lengua inglesa. Y Thomas Hobbes, poniendo los bueyes delante de la carreta escribió: “Autoritas, non veritas facit legem”. La ley es producto de la autoridad, no de la verdad. En otras palabras: la ley es un hecho, no una teoría. Y el Estado, que ha de regirse por esa autoridad, a la que sirve, tampoco es producto ideal de un pensador universal. Obedece a las pugnas, combates e intereses reales que mueven a los hombres. Lo que incentivó a Marx a desvelar la legalidad y legitimidad del sistema capitalista, en cuya esencia se encuentra, como lo afirmase el más sabio de los filósofos de su tiempos, Georg Wilhelm Friedrich Hegel, la violencia como la única y verdadera partera de la historia. Y a la que los hombres ponen coto creando y administrando un árbitro regulador: el Estado. Que dura tanto como sirve y es útil. Y se desmorona cuando, víctima de su propia incompetencia, cambia de manos y es asumido por quienes han logrado imponer la nueva violencia. Soberano, dijo Carl Schmitt en medio de la más feroz de sus crisis, es quien impone la soberanía. Luego de enfrentar, combatir y vencer al viejo soberano.
Comprendo y es natural que ante la desesperación que causan los embates de los aspirantes a nuevos soberanos, vale decir: a dictadores y tiranos, el espanto que causan las inmundicias de los secretarios generales –contrabandistas, ladrones, asaltantes de cuello blanco y mercachifles– y el temor que causa entre los ciudadanos tener que enfrentarlos, las sociedades y los hombres busquen cobijo en la ley. El grave problema es que cuando quieren hacerlo, la ley ha perdido toda autoritas. Por la corrupción moral que invade a quienes tendrían la obligación de proteger y blindar su autoritas. El edificio del Estado encargado de mantener las cosas en orden se está desmoronando y la primacía vuelve a descansar en los hechos brutos y no en las leyes ideales. Vale decir: en la violencia que las creó y sostuvo y ha sido desplazada por la nueva violencia. Que no se impone porque es buena y positiva, sino porque su verdad es tautológica: puede porque puede, su amenaza mortal es creíble porque mata, como para que sustente una nueva autoritas. Porque la palabra del soberano, como bien dice la ranchera, es la ley. Detrás de todo soberano, escribió en su Diccionario el pensador francés Voltaire, se encuentra un mercenario. Un “soldier of fortune”, un golpista. Todo lo demás es cuento.
Siguiendo mi experiencia y conocimiento, cuestioné la designación de Juan Guaidó porque consideré y continúo considerando que no tenía ni la naturaleza, ni la voluntad ni la vocación de soberanía que la urgencia del problema venezolano reclamaba. Y que como lo demuestra la historia debe combinar inteligencia, voluntad y decisión, los tres ingredientes básicos de un verdadero hombre de Estado. Alguien, más urgido que yo, me replicó de inmediato con la vieja sabiduría de los urgidos y atarantados: se ara con los bueyes que se tienen. Así, en lugar de bueyes sean carneros impotentes. Como resultó el caso.
Como lo acaba de reiterar el constitucionalista, escritor y político venezolano Asdrúbal Aguiar en una interesante entrevista con Napoleón Bravo y que recomiendo ampliamente (https://youtu.be/vcpKHR2U6As) los venezolanos no tenemos Estado: sin territorio, ni población, ni gobierno estamos en medio del océano de la nada. Como lo vienen advirtiendo analistas internacionales: la democracia venezolana hace ya tiempo que dejó de existir. Y la república misma está en vías de extinción.
¿Por qué razón, a pesar de avisos y advertencias de tanta significación, los dirigentes venezolanos renuncian a actuar y se refugian en el recurso a invocar artículos de leyes que creen poseen el mágico sortilegio de arreglar los entuertos a los que nos compele una tiranía? ¿Por qué se conforman con delegar en una institución carente de toda autoritas, como la llamada Asamblea Nacional, la resolución práctica –no jurídica– de sus problemas? ¿Por qué consideran resuelto el problema porque medio centenar de naciones dan por hecho la legitimidad de un joven diputado, carente de los más elementales atributos de un mandatario real y efectivo? ¿Por qué un pueblo que ha tolerado, si no directamente auspiciado, propiciado y respaldado el desconocimiento y atropello brutal y mortífero del Estado de Derecho y electo luego como presidente constitucional de Venezuela al mayor felón uniformado de su historia contemporánea, insiste en resolver sus problemas con recursos legales y no políticos, factuales?
Venezuela ha perdido el rumbo. Y nosotros con ella. Estamos en manos de la clase política más incompetente de nuestra historia reciente. Y no se atisba la emergencia de voluntades dispuestas a poner orden. Dios y los hombres permitan que del fondo de nuestras reservas políticas y morales emerjan quienes sean capaces de recuperar el rumbo. O Venezuela dejará de existir.