Si se revisan en conjunto las encuestas que miden el apoyo a los precandidatos, rumbo a las elecciones primarias del Partido Republicano en Estados Unidos, la conclusión más elemental que arroja el análisis es: mientras más acusaciones se presentan contra Donald Trump —que incluye los graves señalamientos por su responsabilidad en el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021—, mientras más duras son las denuncias o los ataques, más crece su popularidad. Una somera revisión del estado de cosas hasta ahora —escribo este artículo el 13 de septiembre— permite asegurar que, muy probablemente, Trump resultará ganador cuando ocurran las primarias.
Dicen los analistas que en el trasfondo del fenómeno hay complejas razones entrecruzadas. Los de Trump se recuerdan como años en los que la situación económica era mejor. También, en la opinión pública, luce como un político más dispuesto a combatir frontalmente al progresismo, a los neocomunistas y a las derivas izquierdistas. Como es obvio, tras cada medida o anuncio legal en su contra, su condición de víctima se acentúa, hasta este extremo: quienes lo apoyan están dispuestos a donar dinero para que pueda afrontar los gastos que ocasionan los abogados que le defienden en los varios casos legales en curso que, de acuerdo con lo que escuché en algún noticiero, suman al menos 40 millones de dólares, gastos que continuarán creciendo en los próximos meses.
Pero quizá el factor más sustantivo de todos es que Trump encarna una forma de política en la que predomina lo disruptivo: ese tono como de antiestablecimiento, como de constante brusquedad o provocación, como de atreverse a decir o a tomar medidas, en terrenos en los que otros no se arriesgan. A Trump se le tiene como un hombre de coraje, capaz de enfrentar al poder de Washington, al que muchos estadounidenses acusan como el causante de los desequilibrios sociales del país. Es paradójico: un expresidente al que representa una contrafigura de Washington.
Podría pensarse que el de Trump es un caso excepcional, una especie de fenómeno pasajero, solo posible en la cultura política estadounidense. Pero lo asombroso de la cuestión, especialmente para los demócratas a quienes importa el apego a las leyes, a los derechos humanos, a la separación de los poderes y hasta el respeto por las formas en el espacio público, es que, en realidad, el fenómeno Trump guarda semejanzas con otros que están ocurriendo en otras partes del mundo. Miren esto.
Guarda evidentes semejanzas con el caso de Nayib Bukele, gobernante de El Salvador quien, de acuerdo con el Latinobarómetro 2023, es el presidente más apreciado de América Latina. Su popularidad alcanza ahora niveles insólitos: alrededor de 90%, a pesar de los señalamientos, cada vez más documentados, de que en su decisión de enfrentar a las bandas delictivas se han producido violaciones masivas de los derechos humanos, y a pesar de que ha concentrado todos los poderes y ha establecido un régimen que gobierna con políticas de estado de excepción permanentes. De hecho, aunque en broma, Bukele ha dicho de sí mismo que él es “el dictador más cool del mundo”. Lo real es que sus modos disruptivos, sus recurrentes desafíos, sus indiscutibles resultados en el enfrentamiento con las pandillas, su manera de entender las leyes para su beneficio, su incesante actividad propagandística, el apoyo que le prestan a diario numerosos youtubers y hasta su estrategia de señalar a los medios de comunicación como enemigos del régimen, han logrado índices extraordinarios de apoyo popular, que ha comenzado a adquirir —y esto es realmente un peligro— las características de un culto, de un culto a Bukele.
La más reciente disrupción —que tiene características de terremoto— es, sin duda, la de Javier Milei, en Argentina. En pocos meses, cabalgando sobre el hartazgo de los electores argentinos, y haciendo uso de un discurso incontenible y siempre a la ofensiva, ha puesto en circulación un lenguaje despojado de eufemismos: llama delincuentes a los delincuentes; habla de política “inmunda”; habla de buitres que viven de la miseria de los argentinos. Con énfasis inusitado, dijo que el Papa, por ejemplo, “es el representante del maligno en la Tierra” e “impulsor del comunismo”.
Sin embargo, el auge de políticos derechistas y disruptivos como Trump, Bukele o Milei también está presente en Europa, de forma cada vez más extendida. Interesa recordar aquí que varias de las victorias electorales que miembros de la derecha han logrado en los últimos tres años se han fundamentado en el uso de argumentos que minan las bases de la corrección política: contra los inmigrantes, contra la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible, contra la Agenda LGTBI y, en algunos casos, cuestionando la ayuda a Ucrania ante Rusia, y hasta poniendo en duda los beneficios de la existencia de la Comunidad Europea.
Todas son palabras gruesas —que se reconocen a simple vista—, consignas disruptivas con una alta capacidad de polarizar, desatar reacciones hostiles, pero también masivos apoyos. En Polonia, Hungría, Italia, Suecia, Francia y Finlandia, las agrupaciones conservadoras han obtenido triunfos o un crecimiento electoral inesperado, rápido y categórico. En todos estos lugares, el carácter disruptivo ha cumplido un papel considerable.
Frente a esta evidente tendencia, lo anterior nos conduce a preguntarnos por el futuro inmediato, no solo de la derecha moderada, sino en un sentido más amplio, de la moderación política. El caso reciente de Alberto Núñez Feijóo en España puede resultar revelador. A pesar de contar con un escenario bastante favorable, y que las encuestas anunciaran que Sánchez y su gobierno venían en declive, no logró, especialmente al final de la campaña, rematar el trabajo que hizo durante meses. Algo le faltó, una fuerza final que le asegurara el triunfo. Diversos analistas coinciden: incurrió en un exceso de moderación. Después de vencer a Sánchez en el primer debate, no terminó de hacer la tarea. Escogió el camino de las buenas formas políticas y, así, habiendo ganado las elecciones, no podrá gobernar a España, al menos no en los próximos tiempos. Es probable que Núñez Feijóo sea la metáfora de un fenómeno de proyección global: la del declive de la política moderada —de centroderecha o centroizquierda— arrinconada por una gama, cada vez más amplia, de radicalismos.
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