“Cuando comenzó a disminuir entre ellos el principio divino, entonces,
incapaces de soportar su prosperidad presente, cayeron en la indecencia”.
Platón, Critias
No resulta sencillo aceptar el hecho de que, hace aproximadamente 9.000 años, previos a la visita de Solón a Egipto, existiera, “más allá de las columnas de Hércules”, todo un continente en el centro del océano Atlántico. Continente que, debido al “castigo de los dioses”, “en el espacio de un día y de una noche terribles”, quedó abismado en las profundidades del mar. Según Platón -tanto en los diálogos Critias como Timeo-, se trataba de una extraordinaria, deslumbrante, civilización que llegaría a ejercer sus dominios sobre gran parte de las costas europeas, africanas e incluso del Asia menor. Por si fuera poco, en los últimos tiempos, se han encontrado en las aguas del continente americano restos de asombrosas piezas artesanales y de utensilios similares a los encontrados en las aguas mediterráneas o del Atlántico norte, piezas que, en opinión de algunos expertos, reposan en los sótanos de los más importantes museos del mundo, dado que su inexplicabilidad exigiría, en buena medida, “la reconstrucción de la historia” oficialmente conocida, lo que probablemente conduciría a la anulación de “nuestras más sólidas creencias”.
La misma palabra encierra conexiones lingüísticas y, por supuesto, culturales a simple vista inadvertidas: es el genitivo del nombre del dios-titán Atlas, quien soporta la bóveda celeste, cuyo nombre proviene de la raíz indoeuropea tell, que significa “cargar con”, y del sánscrito tulá, que traduce “balanza”. En alemán antiguo, dolen quiere decir “soportar”. El nombre Ulises significa polylas, que es “aquel que ha soportado muchas pruebas”. Y hasta la palabra latino está emparentada con la reminiscencia de los atlantes, es decir, latus, que significa “cargado” o “llevado”, en virtud de que ha sido tras-latus. Así, pues, Atlas (a-tlá) es “quien carga con el mundo”, nada menos que “el pilar que sustenta al mundo”. Y los atlantes o atlantikós -el mar que está más allá de Atlas-, son los habitantes de aquella parte del mundo situada después del estrecho de Gibraltar. Pero más curioso todavía es el hecho de que los aztecas fuesen originarios de Aztlán, es decir, del “no lugar de las garzas”, porque en tal lugar “hay mucha agua”. Por lo que “quienes vinieron a sembrar a nuestros abuelos y abuelas llegaron en barcas y en muchos grupos, guiados por sus sacerdotes, mientras su dios les iba hablando”. Más tarde, los sabios en cuestión, “poseedores de los libros, regresaron en sus barcas a Aztlan”. Y, por más inverosimil que parezca, la palabra Aztlan y Atlan, significan “donde hay muchas aguas” o donde abunda el agua”. Todo lo cual indica que, más allá de los mitos que se han tejido durante siglos sobre la efectiva existencia de la Atlántida, e incluso, muy por encima de todas las especulaciones e imaginaciones “astrales” hechas durante tantos años, baste con pensar solo en dos elementos de juicio: ni es inverosímil que una extensa franja territorial volcánica, ubicada entre “las columnas de Hércules” y las costas americanas, desapareciera como consecuencia de un inmenso y aterrador reacomodo telúrico; ni se puede negar que al intentar unir el mapa de las costas de Europa y África con el de América, haciendo abstracción del mar, como si se tratara de las piezas de un rompecabezas, estas logren “encajar” de manera sorprendente.
En todo caso, resulta imposible no pensar en el hecho de que fue a lo largo y ancho de ese inmenso territorio que las aguas separaron en el que prosperó la cultura occidental, la misma que terminó haciendo posible, histórica y culturalmente, el surgimiento de los valores civiles, republicanos y democráticos frente al milenario despotismo oriental, asistida por las hazañas del Espíritu de la Libre Voluntad. De hecho, para la occidentalidad contemporánea, afectada como se encuentra en estos tiempos por la crisis orgánica, la pérdida de su eticidad y la pobreza espiritual, la reconstrucción de este itinerario histórico-conceptual –theoría y praxis– resulta, más que ventajoso, de factura fundamental, especialmente hoy día, pues si bien es cierto que resultaría imposible reunir físicamente las piezas del “rompecabezas” atlántico, a los fines poder aproximarse aún más, no menos cierto es que las ventajas del desarrollo tecnológico -ubicadas dentro de sus justas proporciones y nunca exacerbadas, como hasta el presente ha sido impuesto por la modernidad salvaje- son un instrumento eficaz e indispensable a los efectos de recomponer los principios fundamentales que hicieron crecer y desarrollar la idea de Occidente. No se puede dejar caer el “principio divino”: la Ética. Frente al medievalismo de las regiones que, bajo tonalidades revolucionarias oculta el reconcomio de las pestes de la peor reacción, la hegeliana idea de la “unidad de la unidad y de la no-unidad”, la llamada por Cecilio Acosta “unidad en la diferencia”, sustentada sobre el respeto, la tolerancia y el recíproco reconocimiento, tal vez resulte ser la chiave di volta para la determinante reintegración de un espacio y un tiempo que hayan amenazados por un segundo hundimiento, esta vez, en el océano de la indiferencia propiciada por el culto a lo privado y el pensamiento débil, tan amenazantes como crecientes.
“Había una isla delante de lo que vosotros llamáis Columnas de Hércules, mayor en tamaño que el Egipto y el Asia Menor juntos”. Durante aquellos tiempos, era posible atravesar el Atlántico. Los viajeros de aquellas épocas extraviadas por la memoria, podían pasar de esa inmensa isla a las demás islas y, desde estas, podían ganar todo el continente hacia la costa opuesta de este mar que merecía realmente su nombre, “pues en uno de los lados, dentro de este estrecho, parece que no había más que un puerto de boca muy cerrada y, del otro lado, hacia afuera, existía este verdadero mar y la tierra que lo rodeaba, a la que se puede llamar realmente continente, en el sentido propio del término”. Habían formado un auténtico imperio, grande y maravilloso. Un imperio que fue el señor de la isla entera y de muchas otras islas y partes de esos continentes. “Poseían el África hasta Egipto y Europa hasta Eturia”. El imperio de los atlantes del ayer es sin duda una exigencia. Nostalgia de objetividad, diría Novalis. Exigencia de Ethos, para los atlantes de hoy.
@jrherreraucv
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