OPINIÓN

Ataron mis manos, dejándome sin libertad ni acceso a la justicia auténtica

por Alberto Jiménez Ure Alberto Jiménez Ure

El control de insumos básicos y una acomodaticia sofocación jurisprudencial incesante alteran nuestros sentidos. Son ataduras de esclavistas con tropas mercenarias, no digitalizadas ni virtuales de divertimento. Cuando yo vivía, ataron mis manos e hicieron que la libertad y acceso a la justicia auténtica fuesen hackers alterados mediante software y aplicaciones. Mis censores vestían lujosos manteos para luego intentar intentar persuadir[me] sobre la urgencia de resignarme. Anunciaban que me crucificarían culpable de praxis que son derechos humanos, imprescriptibles y urgentes, de interés tanto privado como público. En el mando, nada enfada más déspotas que la argumentación. Cuando una persona pide respeto por la libertad inmanente en los seres humanos, grupúsculos con poderosos nexos urden encarcelarla por «amotinamiento» y «apología del odio» entre dos clases sociales: la opresora y la vejada.

A quien se exponga persistente e incisivo pensador nunca faltarán quienes lo sitien: empero, no sin antes advertirle «que deberá evitar nadar en lo profundo de ciertas cosas. Podrían ahogarlo en el océano de la contaminada y corva ciencia política, donde la existencia ya no escuece. Todos caminamos en una cuerda siempre floja y confeccionada con yesca, motivo por el cual en cualquier momento precipitaremos hacia eso enrarecido que amaga incendiarnos o nos desaparece empujándonos hacia lo abismal.

La vida es una peligrosísima aventura en la cual agresores, humillados y ofendidos cohabitamos promiscuos. Un día el que estuvo en decúbito se vuelve «falotrador» de ese que lo sodomizaba. Lo llamarán líder, porque nada es más importante que la venganza o vindicta. Violadores lo son y serán sólo durante breves lapsos e igual defensores de la impartición de justicia. La Casta de Aventajados es pariente cercana del hartazgo que igual retaliación y encuentra en potenciales sediciosos letras no muertas, esas que, temprano, publicará en todas las «redes de disociados».

Luego de satisfacer sus necesidades más elementales [beber agua, alimentarse, sanar sus heridas o enfermedades y resguardarse frente a diversos avatares], de prisa los «seres menos inhumanos» nos asociamos territorialmente en lugares propicios: donde, también rápido, para platicar sobre la libertad y juicio revolcándonos en el lodo como elefantes. Colisionamos y caemos, pero erguimos de nuevo en la maestranza donde nos lidiamos. Sin embargo, a mitad de cualquier caótica discusión, robustecida se impone la razón del adusto y ella dicta que con ataduras o mordazas los presuntos racionales no podemos subsistir dignamente.

El caos parió una civilización que todavía no se despoja de sus fortuitos enemigos. En su centrífuga se aparean quienes respiran y están «empantanados». Es decir: todos.

Nuestra especie puede ser «inteligente» a la vez que «viciada de brutalidad y violencia, claramente conspirativa. Es más divertido y fácil vivir bajo el principio natural de la predecible perversidad psíquica que apegarnos al orden, la lógica y entendimiento que hacen posible la instauración y permanencia de las sociedades. De la libertad, que debería mantenerse [virtud a su estatus de categoría filosófica y sustanciación, enemiga de cepos] sabemos que camina torciéndose y tentada participar en juergas destructivas de la paz social. Los corruptores no convidan edificar ni fomentar mejores y humanas condiciones de existencia, no instruyen o ilustran para enaltecer. Segregan y dispersan tras fijar límites a nuestros actos, son sagaces y petulantes, porque flanqueados con tropas. Se mantienen bélica y letalmente apertrechados. La libertad y juicio no pierden majestad, pero sí adherentes en tiempos de carroñeros  que ni parecen ni son conciliadores sino artistas del timo. Corporativos de la ventaja, oportunismo & vagación. Pacificar no es susceptible de conjugación bajo yugo de seres intelectualmente primitivos, pero perspicaces y asfixiadores con experticia innata.

@jurescritor