«No vinimos a hacer un buen gobierno, sino una revolución». Eso afirmó, hará más o menos un año, Érika Farías (con K de Kaláshnikov y F de formapeos), alcaldesa del municipio Libertador, supeditada por capricho de Nicolás —y pena debería darle— a las órdenes del tarimero Darío Vivas. A la corregidora caraqueña, administrar la cosa pública con criterios de excelencia le parece majadería burguesa; lo importante es instaurar el modelo de vasallaje político y control social, regresivo en lo cultural y de probada ineficiencia productiva, sepultado no del todo bajo los escombros del Muro de Berlín, aunque para ello, como hicieron el carnicero Pol Pot y los Jemeres rojos en Camboya, deba arrasar el país, prescindir del mayor número posible de ciudadanos y someter a la población restante a un régimen de dependencia supervisada, en nuestro caso, por el chulocastrismo —el neologismo lo acuñó Alicia Freilich y la plagio por sana envidia—. Es alarmante su confesión y hay una considerable dosis de demencia en ella: es locura hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes, y el socialismo del siglo XXI no ha hecho sino replicar ensayos fatalmente condenados al fracaso, sin importar los haya inspirado Lenin, Stalin, Mao, Perón, Fidel, Allende o Velasco Alvarado. Tiene asimismo mucho de intimidante: cuando el eterno charlatán adjetivaba de pacífica la causa por él acaudillada, resaltaba desafiante y bravuconamente su condición de «armada». Y si un mono con hojilla es en extremo peligroso, ¿cuán temible no será un gorila apertrechado con chatarra rusa y desechos chinos?
Tras 21 años de llover sobre mojado, el modo de dominación chavista y maduro-castrense no da para más. Se pudre por efectos de la corrupción generalizada, la falta de creatividad y el exceso de ineptitud; ello, sin embargo, no impide al PSUV y a militares engolosinados con las mieles del Arco Minero aferrarse al poder a cualquier precio y, de ser necesario —y lo será—, intensificar sus prácticas coercitivas. Radicalizar la revolución, profundizado la represión del disenso, cual han amagado recurrentemente el reyecito y el cavernícola prostituyente, pareciera inevitable y perentorio: inevitable, porque la lujuriosa e insaciable monomanía del poder por el poder mismo no abandona a quienes a él llegaron con la intención de disfrutarlo ad eternum; y perentorio, porque, vapuleado en el escenario internacional por el exitoso periplo del presidente interino, la usurpación, no le queda otra, ha de jugarse el resto en la arena nacional.
No es casualidad la perturbadora, grotesca e inconstitucional incorporación de la milicia a la ahora denominada, en la jerigonza de la re(troin)volución, «fuerza armada bolivariana antiimperialista y antioligárquica» —a la jodienda criolla la corrección política le sabe a soda, por eso bautizó mil ancianos al patético y marginal contingente de reliquias devenidas en boy scouts tercera edad—; tampoco es circunstancial la irrupción y proliferación, en actos de agitación y provocación ordenados por quién sabe cuáles titiriteros, de comisarios políticos con licencia para agredir, como la Lina Ron rediviva cuqueando el avispero en Maiquetía con el inocultable designio de arremeter contra Juan Guaidó a su llegada al aeropuerto, ante la mirada cómplice de efectivos de la guardia petro(boliva)riana (o gnb, por sus siglas en las minúsculas de rigor). Y todavía menos fortuito es el ostensible aumento de víctimas del terrorismo de Estado desplegado sistemáticamente por la fraudulenta administración Maduro, en paradójica yuxtaposición a su debilidad posicional en el ajedrez geopolítico.
La legitimidad de Guaidó ha sido ratificada por más de 60 países democráticos. Buscando neutralizar tal reconocimiento, nos visitó el veterano ministro de Asuntos Exteriores de la Federación Rusa —5 años en Sri Lanka, 10 en la ONU y 16 años en el cargo actual testimonian su vodkación de servicio—, Serguéi Viktorovich Lavrov. Ya vendrán por ahí los pares chinos (¡ojo con el coronavirus!), turco e iraní del emisario de Putin. También se presentará no el canciller de Cuba —La Habana tiene un caballo de Troya en el gabinete del zarcillo—, mas sí algún adelantado de las FARC, como lo hizo el inefable zamuro José Luis Rodríguez Zapatero, experto en negaciones, perdón negociaciones, en representación de la internacional de la alcahuetería. Estos apoyos de palabra, basados naturalmente en intereses pecuniarios, no son suficientes para lavar el rostro y bañar de legalidad a los secuestradores del poder público. Contrasta su epiléptica reacción, olorosa a naftalina de guerra fría, con la lúcida y bien planificada ofensiva diplomática de Juan Guaidó, quien gracias a esta se ha convertido en un hueso duro de roer: una suerte de intocable, cuya libertad e integridad física, según la óptica nicochavista, estarían garantizadas por el escudo imperial, una apreciación pueril en apariencia, con la cual se procura deliberadamente minimizar la recuperación de la confianza popular en el presidente del único poder genuino, en una república distorsionada con base en las duplicidades y hasta triplicaciones derivadas de la alergia bolivariana a la institucionalidad. En palabras del internacionalista Adolfo Salgueiro: «Poco sólido luce ese argumento frente a la impúdica incorporación del embajador de Cuba al Consejo de Ministros de Maduro».
En Cabello, apostillado diosdiablo en comentario a sus infelices declaraciones respecto a la detención del aviador Juan José Márquez, tío de Guaidó, a quien acusa de traficar con materiales explosivos —misión imposible sin la anuencia de la línea aérea y las autoridades aeroportuarias— han delegado los ataques al líder de la oposición mayoritaria. Su deplorable discurso no disminuye la estatura política de Guaidó, al contrario, la agiganta; empero, su ignominiosa cháchara, aliñada con especias pendencieras no se limita al insulto y el descrédito; no, ella presagia, en concordancia con la destemplada bürgermeister del AK-103, el uso de las armas constitucionalmente al servicio del pueblo para amedrentar con ellas a una buena parte de este, es decir: más de 80% de los venezolanos inconformes irreductibles con la gestión bolivariana —empleo el adjetivo favorito del chavopatrioterismo porque, seguramente, en nombre de Simón Antonio de la Santísima Trinidad se cometerían crímenes de lesa humanidad (la rima es involuntaria)—.
Hilvané estas divagaciones en vísperas de ejercicios militares, pautados para ayer sábado y hoy domingo, a objeto, conjeturo, de asustar aún más a la ya de sí atemorizada población civil por los desmanes de colectivos y paramilitares —un botón de muestra fue la performance de la mencionada reencarnación de Lina Ron—. Quieren plomo Maduro, Padrino, Cabello & Co. Balas contra votos y un fraude continuado en la mira, ahora con la entusiasta y bien retribuida cooperación de opositores cansados de pelar bolas y ávidos de espacios burocráticos. Costará lo suyo entusiasmar y envalentonar a masas decepcionadas y despavoridas. Será harto difícil convocar de nuevo a participar en manifestaciones callejeras a ciudadanos cansados de tanta marcha sin norte y protesta sin eco. Corresponde, entonces, a Guaidó dar una vuelta de tuerca a su narrativa y abocarse a la ardua tarea de promover una alianza estratégica entre el G-4 y sectores representativos del espectro social —gremios, sindicatos, universidades, asociaciones vecinales, ONG—, orientada a vivificar el amplio frente democrático, tantas veces prefigurado y sin cuajar hasta donde sepamos. Una asignatura pendiente e inaplazable. El presidente interino se ha reivindicado a los ojos del contrachavismo, pero no ha recibido un cheque en blanco. Otro año perdido con base en pensamientos ilusorios y sin objetivos realistas le permitiría al oscurantismo socialista insuflarle un segundo aliento a su perverso proyecto totalitario y dejar claro que no se apoderaron del trono miraflorino con intención de hacer un buen gobierno, sino una revolución. Y revolución por las buenas no existe. La pelea es peleando. Eso sí, puertas adentro.
Raúl Fuentes
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