«Ha mostrado que se dispone a desafiar desde la presidencia todos los contrapesos institucionales, sociales y económicos», «su apuesta es un Tribunal Supremo en el que hay tres magistrados nombrados por él», «pone a prueba en una semana todos los contrapesos a su poder con decenas de decretos y golpes de efecto».
Las tres frases podrían ser, perfectamente, de un editorial de El Debate referido a Pedro Sánchez, pero lo son de otro reciente de El País dedicado a Donald Trump, rematado con una información que, ahora sí, ensalza al líder socialista español con nulo temor a la vergüenza ajena: «El presidente refuerza su autoridad para abordar dos años duros».
El contraste es tan abrumador como la distinta legitimidad de cada uno de los personajes para aplicar su agenda: la de Trump era conocida, la repitió hasta la saciedad antes de sus elecciones y, tras lograr un abrumador respaldo de los americanos, ha hecho algo tan al parecer revolucionario como cumplir con su palabra.
La de Sánchez, antes de votar, era la opuesta: prometió apartar la política de la Justicia, dejar en manos de expertos la elección de los responsables de RTVE o los miembros del Poder Judicial o rechazar la amnistía, entre tantos otros anuncios, tan firmes como luego pisoteados. E incluso, en el pasado, rechazó solemnemente la posibilidad de llegar a presidente por el voto de los partidos independentistas.
Sánchez no solo incumplió sus promesas preelectorales, sino que aplicó todo lo contrario desde la derrota en las urnas, la indigencia parlamentaria y el rechazo mayoritario de los ciudadanos, en un caso de fraude trufado de corrupción consistente en comprarse el puesto y pagárselo con una batería de concesiones más propias de un delito de alta traición que de los acuerdos tolerables en un sistema parlamentario.
Las mayorías, por abrumadoras que sean, no dan derecho a aplicar un rodillo que desborde los límites que la legislación, las fronteras de los distintos sistemas democráticos e incluso el sentido común y las costumbres: Trump puede hacer muchas cosas, pero entre ellas no debe estar comportarse como el nuevo sheriff de un pueblo polvoriento del Lejano Oeste que, más que restituir la Justicia, busca hacerse muchas muescas en la culata de la pistola.
Ningún presidente merece aplauso si, en el viaje de aplicar sus recetas, divide agresivamente a la sociedad que dirige, compuesta por quienes le votaron pero también por quienes le rechazan: encontrar el equilibrio entre el derecho a aplicar una política conocida y respaldada por las urnas y mantener una razonable convivencia entre distintos es tan prioritario como cumplir con el mandato de los electores.
Pero que los excesos de Trump se conviertan en virtudes de Sánchez para su ecosistema mediático, poseído por el quintacolumnismo obediente y financiado, supera todos los límites de la sumisión y genera un caldo de cultivo inaceptable para perpetrar todos los excesos con una impunidad solo vista en latitudes caribeñas.
Sánchez está aplicando una agenda autoritaria en la que, de manera sistemática, se presenta a los otros poderes del Estado como un contubernio organizado para derribar a un Gobierno concebido espuriamente desde el cambalache al que sin embargo, se publicita como el resultado de la brillante operación de recomposición de una inexistente «mayoría social».
Y lo completa todo con un asalto sistemático a las instituciones que pueden frenar, enfriar, enmendar o replicar a esa agenda totalitaria, cuyo último objetivo es abolir la alternativa por la triple estrategia, predemocrática, de blanquear las alianzas propias más nefandas y artificiales, negarse a buscar el espacio de entendimiento entre los dos grandes partidos que sí acepta en Europa y criminalizar los posibles pactos a su derecha, satanizados con la burda etiqueta de «fascistas».
Es decir, asentar el relato de que, en realidad, solo él puede gobernar, da igual cómo y con quién, por la superior jerarquía de sus principios políticos y el peligroso combustible ideológico que impulsa a sus rivales.
La manipulación de la realidad es tan cochambrosa como la disposición a suscribir el delirio de ese Estado paralelo creado por Sánchez a golpe de decreto y talonario, más interesado que convencido de la nobleza de oficiar de mamporrero ante comportamientos mucho más ostentosos que los de Trump: es discutible que le votaran masivamente para hacer todo lo que está dispuesto a hacer; pero es seguro que a Sánchez no le votaron para perpetrar todo lo que está perpetrando, con el silencio cómplice o el respaldo activo de tanta meretriz del régimen.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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