OPINIÓN

Así murieron las navidades en Cuba

por Sol García Basulto Sol García Basulto

Un hombre tira de un carrito mientras pasa junto a una casa con adornos navideños inflables, en La Habana / AFP

No tuve navidades en mi infancia. Nací en 1988, nueve años después de que Fidel Castro prohibiera las celebraciones del 24 y 25 de diciembre con el pretexto de que era necesario trabajar sin descanso para lograr diez millones de toneladas de azúcar al concluir la zafra de aquel período, en 1970. La medida se mantuvo vigente hasta 1989, pero ni siquiera una década después había desparecido completamente. Durante los años siguientes se prohibió la exhibición de árboles o adornos relacionados con la temática navideña en áreas públicas y centros oficiales, lo cual complementó la campaña en contra de la Iglesia y prácticas culturales de origen religioso.

La tradicional fiesta que se había celebrado en Cuba desde la llegada de los españoles se mantuvo suspendida durante los siguientes 28 años. Los niños de mi generación no esperábamos Reyes Magos, Papá Noel ni nada parecido. Al igual que nuestros padres, recibimos una educación estrictamente materialista que desacreditaba toda creencia o patrón espiritual. Apenas oíamos nostálgicos relatos de generaciones anteriores, narrando como se vivían estas fechas.

Mi abuela contaba que, en su casa, hogar de clase baja, antes de 1959 se reunían todos los años para celebrar la conmemoración del nacimiento de Cristo. Aunque la economía familiar era modesta, todo el año los adultos se preparaban para, durante estos días, estrenar alguna ropa, preparar y comprar dulces, regalar al menos un juguete a sus hijos y reunir a la parentela alrededor de un asado.

Como era una niña, su principal recuerdo era el encuentro con sus primos, un alboroto de muchachos que disfrutaba jugando, correteando y repitiendo villancicos. Todos esperaban la Navidad, y aunque tuvieran trabajo, enfermedades u otros impedimentos, el tiempo se detenía por más de una semana. La Navidad siempre traía alegrías, la casa se llenaba de felicitaciones, risas y abrazos de reencuentros desde la Nochebuena hasta el Día de Reyes.

Dentro del infame programa de adoctrinamiento social, el régimen de Castro también tuvo la intención de trasladar la celebración al día en que conmemora el inicio de su Revolución. Simultáneamente se declaró feriado y festivo el aniversario de uno de los días más violentos que tuvo su lista de acciones antibatistianas en Santiago de Cuba, y los medios extranjeros interpretaron en sus titulares que «Fidel había trasladado la navidad al 26 de julio». Sin embargo, los cubanos no respondieron como imaginó y el nuevo festejo trascendió como una actividad política más.

La orden caducó cuando el mismo dictador declaró feriado el 25 de diciembre de 1997, motivado por la visita del Papa Juan Pablo II anunciada para el siguiente mes. Pero ya era imposible restituir el daño cultural que había causado su regulación. Aunque los establecimientos del estado ya podían usar decoraciones e incluso se comercializaron árboles, guirnaldas y adornos navideños, la magia se perdió. Más de una generación había crecido sin el espíritu de la Navidad. Y la escasez del período especial se recrudecía. Así que de las festividades de diciembre y enero solo se mantuvo la víspera del Año Nuevo con ningún carácter religioso.

Debido al contacto que la sociedad ha tenido con el extranjero en los últimos años, debido a la apertura del comercio, la migración y el acceso a internet, Cuba comienza a recuperar sus sentimientos hacia la Navidad. Son cada vez más las familias que se reúnen alrededor de una mesa. Los niños de linaje privilegiado económicamente reciben obsequios y juguetes, algunos hasta se hacen fotos en pijamas. En general es más común encontrar arreglos de árboles, pequeños pesebres y adornos luminosos, en los hogares, aunque sólo sea para complacer estéticamente a la familia o la imaginación infantil.

Pero la Navidad cubana, continúa limitada por el desmedido déficit económico que sufre la familia cubana. La acelerada devaluación de la moneda nacional reduce a nada la posibilidad de la familia para adquirir recursos esenciales para la vida. El salario promedio no supera los cinco mil pesos, equivalentes a 20 euros. Con lo cual resulta imposible para la mayoría surtir una mesa incluso en fechas ordinarias.

Haciendo un recorrido por los grupos públicos de compraventa, encontramos ofertas de todo lo necesario para realizar el tradicional menú navideño. Lo difícil es cubrir la cifra exigida por sus comerciantes. El valor actual de un pavo de seis kilogramos es de 130 euros, en promedio, mientras por un cerdo de poco más de 100 libras se exige una suma aproximada a los 300 euros. Del mismo modo resulta imposible adquirir dulces o turrones típicos de la conmemoración.

El presupuesto familiar tampoco alcanza para sorprender a los chicos al amanecer del 24 o el 6 de enero. En este panorama los juguetes son un lujo que no podemos permitirnos. Algunos padres no mencionan la fecha y evitan los dibujos animados con motivos navideños, para que los niños no pregunten «¿cuándo viene Papá Noel?» En el mejor de los casos, el máximo de esfuerzo alcanzaría para comprar una pequeña muñeca, peluche, cometa, carrito u otro juguete que de ser pequeños tienen un valor de solo diez euros, pero esta cifra significa medio salario mensual de una maestra.

Para los parientes que residen en provincias distintas, representa un verdadero reto reunirse con motivo de Nochebuena Año Nuevo. Los precios del transporte son inconcebibles. Las estaciones de ómnibus interprovinciales están colapsadas y los transportistas privados exigen un mínimo de 350 euros en el caso de las máquinas de alquiler y hasta 40 por pasajero en cuanto a los camiones particulares con destino a la capital.

Otra gran tristeza constituye las miles de familias separadas por la emigración. La ausencia de quienes se fueron y aún no pueden volver por problemas económicos o legales, ensombrecerá las luces navideñas que consigan brillar y sé que habrá lágrimas en los ojos de cada madre o hijo separado. Muchos pasamos la conmemoración como un día igual a todos y aquellos cubanos que desde fuera nos muestran cómo se vive la Navidad en el mundo, se les rompe el corazón viendo tanto derroche.

Recuperar la Navidad no se trata solamente de un válido acto de fe cristiana. Corresponde devolver a la gente su sagrado derecho a creer, a agradecer, a relacionarse con Dios. Nos merecemos la devolución de nuestra fe, de nuestra felicidad, la devolución de nuestra infancia. Es un derecho incautado, otra deuda de la dictadura con el pueblo. Parte importante del daño antropológico causado por el egoísmo del sistema a los cubanos.

Artículo publicado en el diario El Debate de España