La ley en la Polonia ocupada por los alemanes ordenaba entregar a todo judío a las autoridades alemanas. Infringir esta ley implicaba la sentencia de muerte para toda la familia
El 10 de septiembre de 2023, una familia polaca, compuesta por marido, mujer y sus siete hijos pequeños, fue declarada beata. Se trata de Józef y Wiktoria Ulma, quienes, en marzo de 1944, junto con todos sus hijos, fueron fusilados en el patio de su casa en el pueblo polaco de Markowa, actualmente en la frontera entre Polonia y Ucrania. Lo único que hicieron fue ocultar y alimentar a dos familias judías en su casa durante un año y medio, infringiendo así la ley alemana, que en la Polonia ocupada por los alemanes exigía que todo judío fuera entregado a las autoridades para que éstas pudieran inmediatamente asesinarlo.
Nunca se estableció quién informó a las autoridades alemanas de que la familia Ulma no cumplía esta ley. En cualquier caso, los gendarmes que llegaron a Markowa encontraron a ocho judíos en una casa polaca, por lo que mataron a ambas familias judías en el acto como proscritos. A continuación ejecutaron a Józef y a Wiktoria Ulma, tras lo cual (según relató un testigo) se tomaron un tiempo para pensar qué hacer con sus numerosos hijos. Sin embargo, al parecer llegaron a la conclusión de que “para que el pueblo no tuviera problemas con ellos”, también era mejor matarlos a todos. El principal verdugo –el teniente alemán Eilert Dieken, encargado de la ejecución– ni siquiera era miembro del partido Nazi NSDAP, por lo que después de la Segunda Guerra Mundial, como “alemán de a pie”, sirvió en la policía de la Alemania Occidental democrática y murió muchos años después, rodeado de su familia y del respeto de sus vecinos alemanes.
Las circunstancias históricas de ese acontecimiento suelen olvidarse o tergiversarse. En el verano de 1941, tras la invasión de la Unión Soviética por Hitler, los alemanes decidieron ser los primeros en exterminar a los judíos que habían vivido durante siglos en los vastos territorios del Estado polaco ocupado. Las ejecuciones masivas de ciudades y pueblos judíos enteros comenzaron en las fronteras orientales del Estado y pronto desembocaron en la creación de los primeros campos de exterminio de Belzec, Sobibor y Treblinka, situados en el entonces centro del territorio polaco ocupado. Pronto, sin embargo, los ocupantes se dieron cuenta de que los pueblos conquistados empezaban a comprender todo el horror de la nueva política alemana, y gracias a la ayuda de polacos, bielorrusos y ucranianos –que eran ciudadanos del Estado polaco ocupado– cada vez más judíos conseguían salvarse.
Las autoridades alemanas reconocieron entonces que el exterminio de todos los judíos europeos en territorio polaco, planeado en enero de 1942 (en la infame Conferencia del gobierno alemán en Wannsee), no tendría éxito a menos que se aterrorizara al mismo tiempo a los ciudadanos no judíos del país ocupado. Por ello, el gobernador alemán Hans Frank promulgó en octubre de 1941 una ley excepcional que ordenaba la pena de muerte para todo aquel que prestara cualquier tipo de ayuda a los judíos proscritos. Pero incluso este nivel de terror no resultó completamente eficaz, porque al año siguiente, 1942, el castigo se extendió a cualquiera que no informara a las autoridades de un caso conocido de ayuda a un judío.
No creo que nadie haya promulgado nunca leyes que castiguen con la muerte los casos de bondad humana elemental: dar pan o cobijo. Ni siquiera los propios alemanes impusieron este tipo de leyes fuera de Polonia. Pero en la Polonia ocupada aún quedaba el Ejército Nacional luchando contra los alemanes y sus autoridades en la clandestinidad. A su vez, éstos apelaban a los habitantes para que no cedieran a las órdenes alemanas, a pesar del terror extremo, destinadas a encarcelar a los judíos y obligar a todos los ciudadanos a participar de alguna forma en el genocidio. Las autoridades polacas clandestinas crearon incluso una institución especial, llamada Consejo de Ayuda a los Judíos, que permitió a miles de judíos obtener vivienda, documentos falsos y el dinero que necesitaban para sobrevivir.
Un minucioso investigador de esa historia, el profesor Grzegorz Berendt, de Gdańsk, afirma con tristeza que, ante tales leyes establecidas por los alemanes, solo fueron “relativamente pocas” las personas que decidieron ayudar a los judíos. Berendt estima este número (en un país de más de treinta millones de habitantes) en varias decenas de miles, principalmente polacos, pero también ucranianos y bielorrusos que eran ciudadanos de Polonia. Diez mil de estas personas son conocidos hoy en día por su nombre y apellido, principalmente a través de los relatos de judíos que sobrevivieron con la ayuda de estas excepcionales personas. Siete mil tienen su árbol de honor en el museo Yad Vashem de Jerusalén. Y entre los supervivientes judíos los hay como la señora Stella Zylbersztajn, que logró sobrevivir en aquellos tiempos gracias a la ayuda que le prestaron casi sesenta polacos.
Tal como lo entienden los cristianos, declarar a alguien “beato” es reconocer su santidad. Así pues, un cristiano puede ahora rezar a Józef, Wiktoria y a cada uno de sus siete hijos, o dirigirse a Dios a través de su mediación espiritual. Sus imágenes y estatuas pronto estarán en los altares de muchos templos, y probablemente no solo en Polonia. Y hay que recordar que los mártires son santos de un tipo especial, y de ningún modo solo en la tradición cristiana. Al fin y al cabo, la idea de que el martirio es una justificación de la vida y de que un hombre que entrega su vida como resultado de la práctica radical del amor hacia otro es un héroe, un santo, está profundamente arraigada en la civilización humana desde tiempos inmemoriales.
Fue Sócrates (tal como Platón nos lo mostró en el Fedón) el descubridor de la verdad de que la voluntad de morir en nombre de la justicia es la prueba más fuerte y última del valor de nuestras vidas. Y el fundador del cristianismo añadió a esto la enseñanza de que “no hay amor más grande que dar la vida por los amigos”. Como demuestran claramente los testimonios recogidos en el curso del llamado proceso de beatificación, los Ulma eran una familia devotamente cristiana y llevaban una vida honrada, trabajadora y piadosa. Probablemente conocían bien la ley alemana que condenaba a muerte inmediata a las personas que ayudaran a un judío, tanto más cuanto que las autoridades de ocupación la proclamaban de forma ostensible todos los días, anunciando al mismo tiempo la lista de polacos que ya habían sido ejecutados por este motivo. Y, sin embargo, durante un largo año y medio, asumieron conscientemente cada día el riesgo de morir, en nombre del mandato de amar al prójimo. Su martirio los convirtió en testigos de la rectitud de este mandato y les abrió la puerta de la inmortalidad.
Texto publicado conjuntamente con la revista mensual polaca Wszystko co najważniejsze como parte de un proyecto histórico con el Instituto de la Memoria Nacional y la Fundación Nacional Polaca.
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