Habría que ser muy ajeno a nuestra realidad para no percibir con estupor y grima el canallesco panorama económico generado por los terroríficos (lo repitió la otrora sonriente Bachelet) seres que, con un miedo común en quienes ejercen algo desde el crimen, despóticamente hacen que dirigen el país.
Arruinaron todo a su paso, pulverizaron hasta el bolívar y pretenden que los ciudadanos contribuyamos más a rellenar sus arcas vacías. Vaciadas por ellos. Por ejemplo: ¿qué tiene que ver el común de nosotros con la promoción multimillonaria y la defensa a ultranza de un señalado como criminal internacional? ¿Por qué tendría yo que indirectamente colocar algo en la alcancía de la contribución para esos infames propósitos? Pues así ocurre. Nos repletan de impuestos impagables. Municipales y nacionales. Revisen las facturas de aseo urbano. De la electricidad, como si fuera un servicio útil o existente. Y así aportamos al SAIME si queremos un pasaporte para la natural huida en estampida de la catástrofe nada natural. Démonos cuenta de cuánto le aportamos al día al «Estado» que nos esquilma y arruina. Con cada compra.
Ante esto no puede uno rebelarse. Sencillamente no le venden. Por eso son impuestos, como impuestos son los deseos de los terroristas de hacernos más infeliz la vida a diario. No hablemos de la situación económico-funanciera causada a la inmensa cantidad de empleados públicos a los que les conceden «bolsitas CLAP» para la sobrevivencia más absurda que se halla conocido. Del mismo modo padecemos las vicisitudes en este sentido los médicos y demás trabajadores de servicios de salud, los maestros y profesores y demás trabajadores en la educación. ¿Quién con eso que no puede llamarse sueldo puede cancelar alguno de los impuestos extraordinarios que nos «imponen» estos sátrapas?
Impuesto al valor agregado, impuesto sobre la renta (¿Cuál?), Impuesto a los servicios inservibles, impuesto a las tramitaciones, impuestos municipales. Les capitalizamos la existencia diaria a los terroristas en el poder a veces sin percatarnos siquiera de ello. Al menos hágamoslo con algún resquemor, que nos quede un gusto relamido de desazón. Con alguna certidumbre de que nos explotan laboralmente en todo sentido y que además nos exprimen sin conmiseración alguna todo aquello que hacen que otorgan. Hasta las bolsas CLAP las cobran, así sea en bajísimo precio. Pero pagan sueldos por debajo de la esclavitud.
De igual modo ocurre con la estrangulación de las empresas. ¿Cómo sobreviven a los impuestos las empresas pequeñas? ¿Cómo sobreviven además a la insana competencia paralela que les colocan en cada rincón, con empresas de ellos financiadas por esa negligencia que denominan Estado?
Ante esta máquina demoledora y esquilmadora de seres humanos y de empresas no queda más que rebelarse definitivamente, con la mayor firmeza. Podríamos manifestarnos negándonos organizadamente a cancelar impuestos. A los empresarios con sus planes los dejaron fuera de cualquier continuidad. Está visto, no entienden de acuerdos, diálogos ni negociación. Repetido continuamente, hasta el hartazgo. ¿Qué queda?
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