OPINIÓN

Armando Rojas Guardia revisitado

por Rafael Rattia Rafael Rattia

Sin que quede un ápice de dudas: Armando Rojas Guardia (Caracas, 1949) es una de las voces mayores de la poesía venezolana e hispanoamericana vivas de más alta trascendencia estético-literaria de la última mitad de la pasada centuria y de lo que va del presente siglo XXI. El elevado sitial que ocupa entre los poetas de su generación lo ha conquistado a fuer de forjar paciente y meticulosamente un sin par corpus lingüístico que a lo largo del último de medio siglo de vida el poeta ha gestado en un continuum creativo de extraordinaria singularidad expresiva en el ámbito de la lengua castellana.

Desde su primer libro de poemas Del mismo amor ardiendo (1979)  a los textos poéticos contenidos en Hacia la noche viva (1989) transcurren diez largos años, mismo lapso que suelen emplear los grandes poetas de talla universal para fraguar una obra poética de severa rigurosidad sintáctico verbal. Los grandes paréntesis entre una obra y la siguiente en creadores de relevancia mundial son paréntesis de más o menos una década. El programa poético de Rojas Guardia desde sus inicios como voz lírica nacional siempre ha estado acompañada de un cultivo denso y sistemático de la reflexión ensayística en torno a los temas concomitantes a la gesta creativa de sus discurrir poético. “El dios de la intemperie” es un ejemplo de vigorosa prosa lírica que acompaña el “ars poética” de Rojas Guardia. Estrictamente imposible soslayar la ensayística del poeta y separarla de su voluminosa Obra poética que, a decir verdad, nunca ha dejado de crecer exponencialmente y hacerse florescencia de incesante in crescendo.

Armando da a conocer a sus lectores (que valga decirlo, son legión) “La nada vigilante” en 1994. De modo que el poeta sigue creando obsesivamente y sin descanso respetando un margen temporal entre un libro y otro un ínterin de unos 5 o 6 años. Posteriormente advino al mundo editorial  El esplendor y la espera, que vio la luz grafemática en umbral del entresiglo.  La vida del poeta ha sido inseparable de su welstanchauung estética de creación verbal.

La crítica genética de las próximas generaciones de críticos literarios van a tener en este poeta una inagotable veta de un posible modelo de poeta que supo amonedar vida y literatura en una especie de ovillo inextricable. Nunca se sabrá suficientemente en Rojas Guardia dónde comienza la vida y dónde termina la literatura. Fernando Pessoa es su igual. Del mítico Grupo Tráfico, cuyo nervio vital fue, a no dudarlo, Rojas Guardia, este poeta ha resultado el más universal y de auténtica proyección planetaria de todos los que integraron y animaron dicho proyecto literario. Solo Rojas Guardia abrazó la poesía en su total y absoluta plenitud. Únicamente él ha vivido de la poesía, en y para la poesía.

Cuando el poeta escribía Del mismo amor ardiendo, entre 1967-1975, yo apenas tenía 6 años. Rojas Guardia probablemente ya atisbaba las revueltas contraculturales que insinuaban las rebeliones juveniles del Mayo francés, los festivales para Bangladesh, las proclamas pacifistas y antibelicistas contra la guerra de Vietnam y la sensibilidad efervescente  anárquica y antisoviética de los movimientos estudiantiles que hicieron estallar los ánimos rebeldes y

antiautoritarios de la juventud universitaria que hicieron posible la histórica masacre de Tlatelolco. Ya a fines de la violenta década de los sesenta el poeta optó por el amor ante la democratización y el enseñoramiento de la guerra y de su consecuencia natural; la muerte.

El poema titulado “Domingo” que abre el libro Del mismo amor ardiendo es una fiesta que celebra la ebriedad de los sentidos en una interminable borrachera de sensualidad vital y por ello mismo vitalista. El sol quemante a mediodía cual disco cegador desparramado sobre plata temblorosa del mar incesante y el cielo inundado de gaviotas dibujando alfabetos incomprensibles en la tela infinita de la tarde ingrávida. Es un poema que revela una franca parentela con la visión de la luz según la estirpe reveroniana.

En “Vísperas” el poema se torna silencio y una voz confesional (el actante poético)  le habla a su alter ego, a otro yo que puede leerse como un sí mismo desencarnado.

(…)

“siento entonces tu olor

Y vengo junto a Ti, que suenas

Como una melodía,

Y hablas y es brillante tu voz

Sobre el cansancio, sobre el sol

Que se pudre entre la hierba,

Y sobre tanto amor trabajo juego

Que terminan

Que alegría cuando llego

Y te doy agua fresca

De todas mis húmedas vasijas

Y te miro beberla -¡con qué gusto!

Y saborearla

(…)

De pronto Tú empiezas a hablar

En el ardor interminable

De los astros.

El poema en Rojas Guardia dialoga con Dios, pero el camino hacia Dios está hecho con palabras sencillas y humildes como sol, tarde, aire, montes, flores, patio, amor, sed… el poema en este demuirgo de la imagen verbal emerge de las insondables simas del ser amoroso y necesitado de comprensión.

Qué inmensa belleza la poética que encierra la imagen literaria que postula el poeta en estos versos tan sencillos como potentes en poder perlocucionario:

“Ha caído el sol

El sol sobre los montes

Redondo y grande como un plato de oro

Y sobre las calles

Y sobre tanta hierba

Ahora toda gritando

Hierba bulliciosa que deslumbra…

(…) Las ventanas

Abiertas a la tarde que ya salta

Da vueltas como un trompo anaranjado”.

Por virtud de un extraño poder enunciativo el poeta hunde su estro lírico en el espeso magma del lenguaje que pronuncia día a día la gente del común pero, paradójicamente, somete la materia verbal del pueblo a un laborioso e insistente proceso de pulimentación sintáctica escritural,  morfogenésico, logrando que el sentido de las palabras estallen en aluviones proliferantes de novísimas percepciones de intelección y nuevos registros de racionalidades expresivas.