OPINIÓN

Ariana y Lídice

por Jacobo Dib Jacobo Dib

Hans Neumann y su hija Ariana

“Tienes que hacer tu posgrado de gastroenterología en el Hospital General Dr. Jesús Yerena de Lidice porque es el más completo del país”, me repetía mi amigo Víctor cada vez que podía. Tenía razón. En una época cuando las subespecialidades aún no estaban de moda, salí con una formación integral que, más allá de la clínica, pasaba por la competencia en la realización de estudios endoscópicos que incluían vías biliares y laparoscopia.

Después me afinaría con Raúl y otros grandes profesores en el Hospital Oncológico Padre Machado. Además, fue un privilegio haber tenido a los doctores Alí Rivas Gómez e Isidoro Zaidman como jefes de servicio en aquel y este hospital.

Papá estaba satisfecho cuando le conté que me formaría en el centro que lleva el nombre de su antiguo profesor de Anatomía, el doctor Jesús Yerena. Pero me incomodaba el nombre de aquel barrio, dentro de la parroquia La Pastora, donde nació mi madre, en el cual se ubicaba el que terminaría siendo mi querido hospital. Me inquietaba porque desconocía, hasta entonces, qué era Lídice y su historia.

Durante la Segunda Guerra Mundial, en 1942, lo que actualmente es la República Checa, entonces bajo la ocupación nazi, pasó a llamarse Protectorado de Bohemia y Moravia. Lídice, un pueblo de la antigua Checoslovaquia, fue borrado del mapa y su población masacrada en represalia por el asesinato del jerarca del territorio, Reinhard Heydrich. Ello porque se corrió la falsa noticia de que aquella población escondía a los asesinos.

Desde 1988, mi primer año en Lídice, conocí y de inmediato admiré al pueblo checo. Mi Lídice, como otras localidades alrededor del mundo, fue bautizada así en memoria de aquellas valientes e inocentes víctimas del nazismo.

Días atrás terminé de leer un fabuloso libro donde me reencontré, de   manera muy particular, con Lídice y con un checo. Diana, mi prima, me había recomendado su lectura. Describía la vida de Hans Neumann, exitoso empresario y filántropo de aquella Venezuela de la segunda mitad del siglo XX que se nos fue para no volver jamás.

No era la historia del Neumann que conocimos todos los venezolanos. Era la del checo, judío, que nació en un país libre y sin prejuicios, ocupado, literalmente de un día para otro, por la maquinaria nazi en 1939.

Cuando el tiempo se detuvo, de su hija Ariana Neumann, describe en detalle las terribles circunstancias por las que debió pasar la familia durante la guerra.

De repente, los Neumann, como el resto de los judíos europeos, se encontraron, de acuerdo con Hitler, en el escalón más bajo de la humanidad. De aquella ridícula categorización de la pureza aria tampoco escapaban los checos u otros europeos no alemanes bajo jurisdicción nazi.

Lo más curioso del relato de Ariana, a mi modo de ver, es que ella tuvo que armar por completo la vida de su padre después de su muerte en 2001. Hans, como muchos otros sobrevivientes del Holocausto, no hablaba de aquel terrible pasado lleno de dolor y sufrimiento ni siquiera con su propia hija.

Desde su curiosidad por conocer el pasado de su familia, auxiliada en principio solo por una caja llena de viejos papeles y algunas fotografías que le dejó su padre al fallecer, Ariana fue ensamblando poco a poco su historia y su linaje.

Apoyada en otros documentos que fueron apareciendo y testimonios de familiares que ni siquiera sabía que existían, al final de su investigación pudo no solo satisfacer una curiosidad que la carcomía desde la infancia, sino conocer, hasta el punto de poder llorar, a su familia perdida en mayor medida por el nazismo y en menor por el tiempo mismo.

En un país que se jacta de no tener prejuicios, pero que no le gusta lo muy blanco ni lo muy negro, lo muy rico ni lo muy pobre, lo muy inteligente ni lo muy ignorante, este es un libro que nos abre la mente a la tolerancia y a la compasión que se debe a todo ser humano independientemente de su raza y credo. Nos recuerda cómo muchos otros hombres emprendedores, Hans Neumann es un buen ejemplo, que vinieron de otras latitudes, unos antes, otros después, pudieron hacer de Venezuela su país y formar aquí su familia.

Mi Lídice no es el mismo de Ariana, pero en el fondo es muy parecido. Uno, desaparecido por obra de genocidas, donde hoy se yergue un gran parque monumento en memoria de las víctimas. Otro, nombrado por aquel, donde convive una diversidad de personas que, ajena al origen del nombre de su barrio, labora arduamente, día a día, buscando una mejor vida en un mejor país, como Hans.