Cuando Argentina decidió unirse al Grupo de Lima creado en 2017 para mediar en la crisis de Venezuela, se propuso acompañar a la oposición venezolana para buscar una salida pacífica al marasmo socioeconómico e institucional creado por la revolución bolivariana y agravado por el régimen dictatorial de Nicolás Maduro. Hace unas semanas la nación suramericana puso punto final a su apoyo por considerar que las acciones que este ente ad-hoc ha venido impulsando en el plano internacional no han servido de mucho y en cambio las «sanciones y los bloqueos» han «agravado la situación» en Venezuela.
Así fue como fraseó la Cancillería de Buenos Aires las razones de su retiro del Grupo. El comunicado puesto en manos de la prensa no solo se refirió al aislamiento en que se había ubicado el país como consecuencia de las acciones equivocadas de sus socios del Grupo en el terreno internacional, sino colocó al gobierno de la Argentina del lado de los que claman por un diálogo entre el gobierno de Nicolás Maduro y los opositores para dirigir al país hacia “elecciones aceptadas por la mayoría con control internacional”.
Hasta allí el retiro de la Argentina del Grupo de Lima podía solo interpretarse como un viraje más en su política externa a los que nos han acostumbrado sus cambios de gobierno. La argumentación esgrimida de la administración de Alberto Fernández no era diferente a lo que, por ejemplo, los países europeos ven como solución al entrabamiento político y a la colosal crisis humanitaria que atraviesa Venezuela.
El nuevo paso dado por el país de las pampas hace pocos días, consistente en retirar su apoyo a la demanda presentada por el Grupo de Lima ante el Tribunal Penal Internacional por los crímenes de lesa humanidad protagonizados por Nicolás Maduro y su camarilla es harina de otro costal. Se trata, en esta ocasión, no solo de liberar al dictador venezolano de las responsabilidades que le competen en el terreno de los derechos humanos, sino además va tan lejos como validar, con su apoyo, la comisión de los crímenes por los que está siendo investigado el régimen por parte del alto tribunal.
No es accesorio recordar que con ocasión de la solicitud de actuación de la CPI en el año 2019 en contra de la tiranía venezolana, gestión liderada por la propia Argentina junto con Canadá, Chile, Colombia, Paraguay, Perú y el secretario general de la Organización de Estados Americanos, la Argentina de Mauricio Macri había adjuntado a la demanda una serie de denuncias de inmigrantes venezolanos en suelo argentino que incluían informes sobre torturas, detenciones arbitrarias o procesos extrajudiciales en Venezuela. Pareciera que ahora argumentos de tanto peso como las pruebas documentales presentadas carecen de veracidad.
El periódico La Nación de la capital argentina relató de esta forma la aparición del informe de Michelle Bachelet ese mismo año. “Sin ninguna anestesia. Demoledor por la contundencia de sus argumentos y devastador para el victimismo revolucionario, el informe de Bachelet «desnuda la tiranía»… Desde centenares de ejecuciones extrajudiciales, que llevaron a la ONU a reclamar la supresión de la Fuerza de Acciones Especiales de la policía (la temida FAES), hasta torturas o «tratos inhumanos como descargas eléctricas, asfixia, golpizas y violencia sexual para obtener confesiones».
La actuación de parte del gobierno socialista argentino al retirar su respaldo a las acciones del Tribunal de La Haya en contra del régimen de Caracas no puede ser interpretada como “un símbolo más de la lucha revolucionaria” como lo ha calificado simplistamente el fiscal general chavista, Tarek William Saab.
Esta decisión argentina suena más a complicidad que a otra cosa y es preciso decir que cuando se examinan en detalle el conjunto de alegatos presentados ante la Corte en contra de la dictadura de Maduro, no estamos hablando de “peccata minuta” sino de crímenes de gran calado.
Quizá por ello es que el canciller argentino en su reciente visita a algunos países europeos se atrevió a calificar al tema venezolano como un asunto “tóxico”. Y sí que lo es. Tóxico por las implicaciones que tiene para el régimen de Maduro, pero tóxico también para quienes se asocian irresponsablemente con sus fechorías.