Un balón descosido se estrella con los rieles de la estación de Banfield. Un niño con cara de hambriento recoge la esférica en manos sudorosas de necesidad. Antes, la boca sangrante, por unos puños por defender como fiera los colores de su oncena. Una pasión hasta el último trancazo. En aquella escena se refleja un ardor primigenio. El fútbol es el mayúsculo desahogo de jóvenes que luchaban por distraerse en medio de las dificultades de la Argentina de 1873. Un terreno baldío en la calle Valentín Vergara, era el sitio en donde el balompié en Lomas de Zamora, daba los primeros pasos en la historia desparramada. Como estos escenarios existieron muchos en un país que es potencia mundial de este deporte.
7 de junio de 1974. El gigantesco estadio olímpico de Múnich cobijaba la trepidante final de un Mundial de Fútbol. Alemania y Holanda regalaron un match sensacional. Frank Beckenbauer contra Johan Cruyff. Los tanques teutones aplastaron al espíritu de los tulipanes. Alemania volvía al triunfo después de su primer mundial ganado en Suiza en el año 1954. Luego de la premiación en la pizarra electrónica del coloso arquitectónico se mostraba un mensaje: Nos vemos en Argentina. Aquello era todo un desafío para una nación pródiga en enormes futbolistas, pero con una deuda de no haber ganado un Mundial. Dos meses después, el 21 de septiembre de 1974, el interventor de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA), David Bracutto, se reunía con César Luis Menotti, para elegirlo como director técnico. Su trabajo comenzó de inmediato. Organizar un proyecto que uniera al país. No fue fácil lograrlo. En medio de las dificultades. El 24 de marzo de 1976 un golpe militar contra la presidente María Estela Ramírez de Perón, trae la noche aciaga a la vida constitucional secuestrada. Los dientes afilados del vampirismo acendrado del crimen, buscaron que el Mundial fuera su oasis. Jorge Rafael Videla, el inefable dictador, quiso manipularlo todo, solo que César Luis Menotti no se dejó amedrentar. El técnico creó un sistema hermético. Jugó contra selecciones europeas. Recorrió las provincias buscando el apoyo popular, también a jugadores para formar una oncena temible. Logró construir una organización que dio al traste con el desorden reinante. El 1 de junio de 1978 se iniciaba el Mundial en territorio argentino. La nación estaba envuelta en un frenesí conmovedor. La dictadura estiraba sus manos sangrientas para manchar al balón, pero el fútbol logró deshacerse de sus fútiles intenciones. El 25 de junio Argentina enfrentaba a Holanda en la final del Mundial. La albiceleste estaba cerca en la distancia, pero lejos en el tiempo. Su primera final la había disputado en Uruguay, en la otra orilla del Río de la Plata, demasiado cerca en el trayecto, pero habían pasado 48 años de aquel careo lleno de matices y anécdotas, en realidad lejos en el tiempo. El estadio monumental estaba a reventar. Cuando el capitán argentino Daniel Alberto Pasarella se asomó en el túnel, un manto de papelillos cubrió el recinto. El fervor empujaba a aquellos gladiadores con la responsabilidad de arañar la proeza. Frente a ellos el durísimo Holanda, la Naranja Mecánica, que modernizó el juego para colocarlo en la estratósfera de los eruditos del balompié. Aquella batalla ofrecía un escenario para sufrir. Argentina impulsada por millones de corazones deseosos de una corona sobre la cima del mundo. Mario Kempes, entre piruetas, hace el primer gol que desata el éxtasis. El electrizante jugador como un prócer sobre los lomos del viento. Cuando todo parecía cerrado, el gigantesco Nick Nanninga clava un golazo. Un empate con sabor a funeral en pleno corazón argentino. Se tuvo que jugar un suplementario para buscar un ganador. Con goles de Mario Kempes y Daniel Bertoni, Argentina se alzaba con su primer título. El país fue toda euforia, el fútbol hizo justicia con una patria paradigmática de ese deporte.
El Mundial de México 86 era un reto para una Argentina que había fracasado en la defensa de su título cuatro años atrás. Diego Armando Maradona era el artífice de aquel equipo. Con renovados bríos la albiceleste fue avanzando entre certezas y dudas. La mágica zurda era la brújula que conducía entre nubarrones. El irreverente jugador asumió el rol que le guardaba la historia. En el horizonte se asomaba Inglaterra. Para los argentinos el recuerdo del conflicto de Las Malvinas transformó el balón en una cuestión de honor. El 22 de junio de 1986 llenó el estadio Azteca de luces. 114.589 aficionados presenciarían un hecho histórico. Sonrisas burlonas de aficionados ingleses cuando Argentina salió a calentar. Arranca el encuentro con dominio alterno. Cuando el reloj del estadio marcaba el minuto 51 Diego Maradona salta contra el arquero Peter Shinton metiéndola con la mano. Cuatro minutos después una obra de arte es manifestada ante un planeta atónito. Una exhalación atravesó el campo dejando regados a británicos como naipes en manos de un mago. Gambeteados: Peter Beardsley, Peter Reid, Terry Butcher, en dos oportunidades, Terry Fenwick y al arquero Peter Shilton. Un canto a la vida. Diego Armando Maradona, el hijo humilde de Villa Fiorito, poniéndolos de rodilla. Un relámpago que hundió la nave británica en aquel césped. Como cuando el 4 de mayo de 1982 los militares argentinos averiaron al HMS Sheffield. Para muchos el arquero Peter Shilton se asemejaba a la primera ministra, Margaret Thatcher. Que el balón que coronó el gol legendario eran los cohetes franceses Exocet, arrugándoles el alma. Esa tarde el fútbol cobraba de alguna manera. Una obra de un poeta que escribió con la zurda una joya para la eternidad: el mejor gol de todos los mundiales. Tras el partido, Argentina ganaría la semifinal contra la selección de Bélgica por 2 a 0, con dos goles de Maradona, y llegaría a la final de la Copa, consagrándose campeón tras vencer a Alemania Federal por 3 a 2. Tras la finalización del torneo Diego Armando Maradona fue premiado con el Balón de Oro como el mejor jugador del Mundial. Segunda estrella en el pecho para Argentina.
El Mundial de Qatar 2022 era la última bala para Lionel Messi. El mejor jugador del planeta necesitaba de este lauro para incrementar su leyenda. La victoria en la copa América frente a Brasil en el mítico estadio Maracaná liberó las cargas. El meditabundo Messi encontró la sonrisa en la victoria con la selección. Las dunas del desierto invitaban a encontrarnos. Arabia Saudita le da un cachetazo que los devuelve a la realidad. Tuvo que jugar cada partido como una final, todo desafío. Fue quebrando adversarios hasta tener frente al destino a la extraordinaria Francia. Argentina fue magistral en casi todo el partido. Jugó como debe hacerse en una final. El coraje para ir a lucharla en cada trance. Lionel Messi dirigiendo una orquesta de excelsos ejecutantes. En el vuelo de balón está la alfombra mágica del mejor jugador que reconoce este deporte. El juego se hizo tan lleno de matices y dramatismo que escaló la cumbre como el mejor de todos los tiempos. El desierto aullaba como lobos sedientos de gloria. El fútbol bajaba del Olimpo para coronar a Lionel Messi. Solo que agazapado, una fiera esperaba con sus garras. Kylian Mbappé merodeaba el trono del rosarino. Dos sablazos en el momento menos pensado nos llevó al alargue. Tiempos suplementarios que causaron angustia. Los penales hicieron gigante a Emiliano Martínez. Cuando Gonzalo Montiel metió el gol definitivo. El fútbol le tributaba a Messi el mejor de los homenajes. Su más grande exponente inmortalizado con letras de oro. Fresca las lágrimas y el corazón ardiente por este logro.
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