Hace unas semanas, Javier Milei ganó las elecciones presidenciales argentinas con un programa radical, que incluía acabar con el clientelismo peronista, recortar de forma drástica el gasto público y “dolarizar la economía argentina”. Hay muy pocas dudas de que la economía argentina es una historia de fracaso. Pero, como casi siempre, es mucho más fácil el diagnóstico: una inflación descontrolada que lo arrasa todo, que la solución. Y por supuesto, es mucho más fácil diseñar una estrategia de solución en un despacho que aplicarla en la práctica.
La inflación no favorece al Estado ni acaba beneficiando prácticamente a nadie. La razón es que la inflación no es el que precio de un bien o servicio suba puntualmente. Ese el funcionamiento normal del sistema de precios. La inflación es una subida generalizada y continua del nivel general de precios: supone que todo, o prácticamente todo, sube de precio. Eso quiere decir que la moneda vale cada vez menos. Y una moneda que se está continuamente depreciando no cumple correctamente sus funciones como dinero: no es un medio de intercambio adecuado, ni tampoco es un depósito de riqueza. El resultado es un deterioro económico a todos los niveles. No sólo perjudica a los pobres, sino que perjudica especialmente a los más desfavorecidos porque tienen menos medios para paliar sus efectos.
El mecanismo fundamental en Argentina para protegerse de la inflación ha sido «dolarizar», es decir cambiar continuamente a dólares los ingresos en pesos. Según algunos, esto supone que el dólar es de hecho la moneda que se usa en Argentina. A partir de aquí, los que no vemos clara la política de dolarización, nos recomiendan «cobrar nuestros salarios en pesos». El problema fundamental es que no es lo mismo que una moneda se use en la práctica a que sea la moneda oficial.
En la práctica, la moneda oficial es en la que se cobran los impuestos y con la que se paga el gasto público. Hay muchos argentinos que no podrían pagar sus impuestos en dólares. Otros no estarían dispuestos a pagarlos en dólares porque no los traerían del extranjero. El resultado es que la recaudación fiscal se derrumbaría. El Estado hasta que resuelva este problema tendría que pagar el gasto público en una moneda que no recauda y que no puede emitir. Para terminar de arreglar el panorama, Argentina tiene reservas de 7.000 millones de dólares, pero negativas. Esto quiere decir que le debe más dólares al FMI que lo que tiene en sus cuentas el Banco Central.
A corto plazo, sólo sería posible adoptar el dólar como moneda oficial si se recibiera un préstamo gigantesco de dólares, bien del FMI o bien del propio Banco Central de los Estados Unidos, la Reserva Federal. A partir de ahí, habría que gravar de forma muy importante las exportaciones que, de hecho, ya se realizan en dólares, para ir pagando el gasto público, y devolviendo los préstamos en dólares. Pero, esto no parece factible, y a medio plazo no sería una buena idea. Por una parte, no es posible sin un apoyo monetario masivo externo, que no parece existir. Por otra parte, y aunque hubiese un gigantesco préstamo, gravar de forma extraordinaria las exportaciones, porque es la forma de obtener dólares, no es la forma de recuperar competitividad frente al exterior. Nunca un país del tamaño de Argentina ha adoptado la moneda de otro.
Además, a largo plazo, Argentina estaría renunciando a los ingresos de señoreaje a favor de la Reserva Federal de Estados Unidos. Lo que se gana por emitir moneda es importante, aunque, si se abusa, como es el caso histórico de Argentina (o Venezuela) sea mucho peor el remedio que la enfermedad. Se puede renunciar a una política monetaria propia, que ya es un coste, ligando una moneda a lo que haga el dólar, pero eso permite obtener ingresos emitiendo, y también con los intereses de las reservas en otra moneda. Pero eso es establecer una disciplina cambiaria, no liquidar la moneda propia.
Irónicamente, adoptar el dólar como moneda oficial agravaría la crisis fiscal que está en el origen de la hiperinflación argentina, y de la demanda de dolarizarlo todo. Porque el origen de la crisis argentina son los continuados déficits públicos, que se han ido monetizando. Esto permitía a los diversos gobiernos pagar un gasto público clientelar que se fue manteniendo y ampliando. En un primer momento, parece que el Estado sale ganando porque, además, la deuda pública en términos reales se reduce. De hecho, incluso a día de hoy, la deuda pública argentina como porcentaje del PIB es veinte puntos inferior a la española. El problema es que llega un momento en que nadie quiere prestar a estados como Argentina, y que no se puede obtener moneda extranjera, normalmente sí, dólares, para pagar las importaciones. De camino, nadie quiere la moneda, que está continuamente cambiándose a dólares.
Para acabar con el problema -la hiperinflación-no hay soluciones mágicas, como cambiar a una moneda que no tienes, sino que hay que resolver las causas. Para eso, hay que recortar el gasto público, y dada la situación, Milei ha prometido no usar un bisturí, sino una motosierra, y está empezando. Paralelamente, ha decidido devaluar drásticamente el peso, es decir lo contrario de cambiar pesos por una moneda fuerte, como el dólar. Esto complicará la lucha contra la inflación, porque los productos importados serán más caros, pero permitirá incrementar la competitividad. Si el programa tiene éxito, Argentina recuperará competitividad y reducirá una inflación galopante, porque irá emitiendo menos pesos con los que financiar el déficit. Tras un periodo caótico, ya que operar con motosierra es más sangriento que con bisturí, una Argentina menos inestable debería volver a crecer y a tener reservas positivas en dólares. Quizás en ese momento, la dolarización ya no sea imposible, pero entonces ya nadie querrá dolarizar porque no habrá evitado el sufrimiento de los inevitables ajustes.
Los excesos de décadas no se arreglan en pocos meses, y cuando se hacen en pocos años, el coste social, económico y político es enorme. En Europa, llegar hasta ahí no parece posible, probablemente porque no lo es. Pero no porque en estas latitudes no se paguen los derroches, los excesos ni los desequilibrios, sino porque estamos, afortunadamente, obligados a pagarlos antes.
Artículo publicado en elEconomista.es
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