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Aquí, mojándome

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Llevo unos años asomado a Twitter, y sigo en ello porque me parece una poderosa herramienta de comunicación para lo bueno, que es mucho, y para lo malo, que tal vez sea más. En pocos lugares como ése se advierte lo mejor y lo más despreciable de la condición humana. Por eso permanezco atento a la pantalla. Lo hice al principio de forma combativa y lo hago ahora de modo más contemplativo. No debato con nadie: planteo asuntos, miro y aprendo pese a mis años. También me hago viejo y me canso. Eso hace que algunos seguidores me lo reprochen. Mójese, don Arturo. No escurra el bulto, juzgue, opine. Olvidan, quienes eso plantean, que Twitter, o por lo menos el mío, no es un servicio público, sino un rincón propio y libre. La barra del bar donde tomo copas con los amigos. Y que a nada obliga. Pero hay algo más, y de eso quiero hablarles hoy.

En lo de mojarse, llevo haciéndolo casi 30 años, desde que dejé de ser reportero. Los viejos lectores de esta página y los tuiteros más veteranos lo saben: lamenté que Felipe González nos arrebatase la fe en las cosas hermosas, que la arrogante ambición de Aznar nos llevase al desastre, que la imbecilidad de Zapatero iniciase la demolición del Estado, que la desvergüenza de Rajoy y sus cuarenta ladrones dejase a España hecha una piltrafa, que la cínica chulería de Sánchez nos lleve al borde del abismo y que la siniestra catadura de Pablo Iglesias –el único que, paradójicamente, no pretende engañar a nadie– no haya disparado ya todas las alarmas democráticas entre quienes todavía lo aplauden.

Todo eso lo dije por escrito y de viva voz, nunca por defender a los míos frente a los otros, pues los míos están en mi biblioteca y nada tienen que ver con tanta basura. Por decirlo he pagado los precios correspondientes, algunos muy altos e incómodos. No fui el único, por supuesto, pero sí de los pocos. Ahora decirlo suena raro, pero apelo a la memoria de ustedes para recordar que durante muchos años quienes se la jugaron en público fuimos cuatro gatos. Otros opinadores y/o novelistas, algunos de ellos mostrando una admirable capacidad de succionar lo que hiciera falta, navegaban entre dos aguas, barrían para casa, hablaban muy bajito para su pandilla e incluso afeaban el desgarro de quienes dábamos la cara. Ahora es diferente, claro. En el descojone general están más arropados y cacarean. Pero esos humos podían haberlos soltado en Despeñaperros.

Este año cumpliré los setenta y estoy cansado. España no se respeta a sí misma y ha conseguido que nadie la respete fuera, convirtiéndose en el pitorreo de Europa y América. Pese a los repetidos toques de alerta de quienes lo vimos venir, este patio de Monipodio es al fin un disparate en manos de demagogos, oportunistas e irresponsables de todos los colores y parlas. Que, no lo olvidemos, son elegidos por aquellos millones de españoles a los que sin duda representan. Por eso quiero que esta página sirva hoy de manifiesto personal. Me borro de debates y otras mierdas. Me aparto del debate político, de la pandemia, del feminismo ultrarradical que tanto perjudica al de verdad, de las palabras con tilde o sin tilde. Me niego a comentar la actualidad, a puntuar el día a día de nuestra estupidez y nuestra vileza. No excluyo que si alguna vez se me sube la pólvora al campanario alce la voz para ciscarme en los muertos de alguien; pero quiero envejecer tranquilo, y gracias a ustedes puedo hacerlo. Seguiré tecleando artículos semanales, tuiteando y escribiendo novelas, mientras las lean. Y cuando quiera aludir al presente, ya que mis propias palabras me aburren de tanto repetirlas, buscaré hacerlo como hago últimamente en Twitter, con voces tomadas de esa biblioteca que es a la vez consuelo y analgésico. Demostrando que somos tan estúpidos que creemos nuevo lo que, simplemente, ignoramos o hemos olvidado.

Así que ya saben. Quienes quieran buscarme, aquí me encontrarán mientras la salud y la vida lo permitan, imaginando y contando historias, que es mi oficio. En cuanto a largarme a Andorra o a Groenlandia, que también podría, no entra en mis planes. Ésta es mi tierra y ésta mi gente. Amo a España por desgraciada, como a esas huerfanitas de las radionovelas antiguas: por lo mucho que sufre y ha llorado, y todavía va a llorar. No quiero mirarla cobarde y a salvo, desde lejos. Y no estoy dispuesto a que una pandilla de hijos e hijas de puta –seamos paritarios en eso– a los que financio cada año con la mitad de mis ingresos, logre echarme de mi patria. Aunque como español ya sólo tenga fe en el jamón ibérico, en Miguel de Cervantes y en la Guardia Civil.

Artículo publicado en el diario ABC de España en marzo de 2021

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