Blacamán, el malo —porque el bueno es quien echa el cuento escrito por Gabriel García Márquez—, «era capaz de convencer a un astrónomo de que el mes de febrero no era más que un rebaño de elefantes invisibles […] y en sus tiempos de gloria había sido embalsamador de virreyes y les componía una cara de tanta autoridad que durante muchos años siguieron gobernando mejor que cuando estaban vivos, y que nadie se atrevía a enterrarlos mientras él no volviera a ponerles su semblante de muertos…». Si el capitán bellaco hubiese tenido noticias de ese «intérprete de sueños» devenido en «hipnotizador de cumpleaños», habría contratado sus servicios para momificar al comandante eterno, cual hizo Stalin con el tovarich Lenin, y quizá tendríamos en Caracas, no el mamotreto de Farruco, ni el santo sepulcro encargado a Fruto Vivas y emplazado en el museo histórico militar de La Planicie (llamado Cuartel de la Montaña, como el lugar donde se inició la sublevación militar de julio de 1936 en Madrid), sino un duplicado del Taj Mahal o una réplica del Domo des Invalides donde se encuentra la tumba de Napoleón Bonaparte, o, ¿por qué no?, una criolla versión del panteón del emperador Qin Shi Huang con su descomunal ejército de soldados de terracota, o del portentoso cenotafio de Gengis Kan. Así el mantra «¡Chávez vive, viva Chávez!» tendría algún sentido, no se necesitaría pintarrajear las paredes con su mirada panóptica, y el susodicho capitán anagrama de cebolla no habría prohibido hablar mal del santurrón sabanetero.
Febrero no es la imaginaria y sideral manada de intangibles o sutiles paquidermos, cual sostenía Blacamán, el malo, sino un mes manco, pero abundoso en motivos de conmemoración religiosa; y, en Venezuela, pródigo en acontecimientos profanos, atroces o ignominiosos, consumados por pícaros, canallas y villanos, sacralizados en una historia revisionista, cuya narrativa responde a la necesidad del poder populista (no popular) de hacerse con una homérica leyenda patriotera y falsaria, orientada a inocular ideología revanchista a un hipotético hombre nuevo —¿el pran?—. Nicolás Maduro, dragoneando de sus conocimientos de las oscuras artes taumatúrgicas aprendidos de un faquir calabrés o de un gurú de Bangalore, aseveró, pero como todo embustero se olvidó de ello, haber descifrado mensajes ocultos en el piar de pajaritos y en el graznido de pajarracos en estado de gravidez, transmigraciones ornitológicas de quien nos lo dejó de capataz de esta hacienda alguna vez nominada Venezuela, a ver si descubría cómo enderezar las ramas del torcido árbol de las tres raíces; pero la sesera no le dio para ello y se dedicó a celebrar hitos considerados claves en el amojonamiento de la postiza epopeya chavista.
Atado a la liturgia bolivariana y al dogmatismo rojo, Nicolás tal vez no le pare ni medio al Día de la Federación a conmemorarse hoy 19 de febrero, aniversario 164° del inicio de la Guerra Federal (19/02/1859), «uno de los enfrentamientos fratricidas más crueles, ruinosos y desgarradores de toda la historia venezolana», a juicio de Rafael Simón Jiménez. Hace seis años, el zarévich se ocupó tangencialmente del conflicto porque se cumplían 200 años del nacimiento de Ezequiel Zamora. Con simulacros y paradas militares y los mil ancianos de comparsa, se festejó entonces el bicentenario del nacimiento del «valiente ciudadano» —así lo motejó el ayuntamiento de Barinas—; en realidad, un pulpero monaguero y antipaecista, prestamista y dueño de esclavos venido a más por obra y gracia de agraristas sin santo patrono e historiógrafos marxistas (Irazábal y Brito Figueroa, entre otros) que lo querían precursor del leninismo y le acreditaron un ideario socialistoide avant la lettre; sin embargo, seguramente ni siquiera abrazaba el federalismo como doctrina. Las nociones federativas, señala Laureano Vallenilla Lanz (Cesarismo democrático), eran producto del oportunismo de Antonio Leocadio Guzmán, quien en una intervención en el Congreso Nacional (1867) confesó: «No sé de dónde han sacado el amor del pueblo a la federación, cuando no sabe ni siquiera el significado de la palabra. Esta idea salió de mí […] toda revolución necesita bandera […] ya que la Convención de Valencia (1858) no quiso bautizar la Constitución con el nombre de federal, invocamos nosotros esa idea […] si los contrarios hubieran dicho Federación, nosotros hubiéramos dicho centralismo».
En razón de su presunto protozapatismo, el comandante siempre vive injertó a Zamora en el mencionado «árbol de las tres raíces». A buen seguro, Padrino y Nicolás se harán los yo no fui y se enfiestarán hasta fin de mes para hacer del «Caracazo» la octavita del Carnaval castro chavista, porque a falta de pan bueno es el circo. Y con los trabajadores en modo de protesta continuada, reclamando remuneraciones justas e imposibles de satisfacer, el fantasma de una huelga general comienza a espantar al gobierno de facto. Le vendría bien a la diarquía Vladimir-Nicolás adquirir de Blacamán, el malo, alguno de sus milagrosos bebedizos a fin de evitar que se le escapen por la culata lastimosos requiebros de postrimería.
El contrachavismo está volcado a las primarias de octubre, bautizadas «primarias del cambio», y hasta circula un cronograma con las actividades programadas para los próximos 8 meses. Ojalá lograse el plan opositor entusiasmar al ciudadano común, porque tal señala la agencia de noticias Reuters, «contrario a estar interesados en unas votaciones tildadas por muchos de poco transparentes, los venezolanos se mantienen inmersos en otras prioridades. Entre ellas, la lucha por pagar alimentos y otros conceptos básicos». Al respecto, de acuerdo con una encuesta realizada recientemente por la empresa Delphos, «más de 69% de las personas dice necesitar un cambio en el liderazgo para mejorar la economía. Pero poco menos del 26% dijo que definitivamente votaría en las primarias. Además, casi 30% dijo que definitivamente no lo haría».
Tenemos una oposición prácticamente desmantelada y aferrada a una tabla de salvación electorera, a la cual el padrino-madurismo concedería algunas gracias por favores recibidos, tal apoyar, solicitar o exigir, con el pueblo en tanto coartada, el levantamiento de las sanciones a la espuria administración nicochavista, a ver si la menguante República experimenta al menos un espejismo de recuperación, capaz de asegurarle su permanencia en el poder per sécula seculórum. Pero, a la normalidad aparente se le vieron las costuras. «Según estimaciones de varios expertos, el año pasado terminó con una inflación acumulada cercana a 300%, y ya se habla de un retorno a la hiperinflación, en razón de una rápida apreciación del dólar frente a un bolívar cada vez más inútil». La insostenible e insufrible situación económica del país debería abonar un terreno político fértil para la oposición. Pero ésta, después de poner fin al interinato, en lugar de conectarse con ciudadanos privados de derechos, y canalizar su insatisfacción hacia la adhesión al proceso sufragista pautado para seleccionar el candidato de la Plataforma Unitaria, pierde tiempo en querellas intestinas y acusaciones diversas (traición, corrupción, egotismo). Deberían sus dirigentes someterse a un ensalme con Blacamán, el bueno, quien sabe resucitar muertos, insuflándole a los cadáveres un soplo de vitalidad, pero con cuidado porque, se decía en Santa María del Darién, «apenas abren los ojos contramatan de rabia al perturbador de su estado, y a fin de cuentas los que no se suicidan se vuelven a morir de desilusión». ¿Hará falta un mago para conducir al país por las aguas del cambio y atracar en buen puerto?