Me sentiría complacido si sobre mí diera vueltas un silencio capaz de llenar mi espíritu y de devolverle a las palabras el brillo y el valor que han perdido por un uso excesivo. El silencio que en un tiempo se enfrentaba a la palabrería inútil y desbordada. Me refiero a ese silencio que por atropellado que soy impedía que cometiera errores de juicio; un silencio que evitaba tener que mentir, que me mantenía alejado de la fatuidad del discurso insincero. Hablo del beneficioso silencio de la palabra poética rodeada como está de esa música inaudible que alguien, creo que Jean Onnibus en su Connaissance poetique, calificó como «elocuencia interrumpida».
¡Pero no es así! Fuera de mí, a mi alrededor, todo tiende a hacerse vociferante porque se ha debilitado la capacidad expresiva de nuestro lenguaje y nos vemos obligados a servirnos del silencio para defendernos no solo de la vorágine sino de los discursos o intervenciones políticas de aquí y de allá, de esta o de la otra acera. De manera que el silencio, considerado también como temor a las agresiones políticas, se ha convertido en un vacío y aunque algunos insistan en que no existe, el silencio para Susan Sontag «continuará siendo, inevitablemente, una forma de lenguaje».
La palabra es el material de la poesía y la poesía es la música del silencio. Un silencio, asegura Onnibus, rodeado de poesía es un silencio que habla, pero cuando el lenguaje se cierra en sí mismo se convierte en un discurso inútil. Las palabras existen gracias al silencio, el lenguaje remite al silencio y a su vez éste es absorbido por el lenguaje y hay algo aun mas palpitante: unido al sonido, el silencio se convierte en la materia de la música y por eso se dice que la música mas gloriosa es el silencio.
Hay quienes sostienen que Dios es el más popular de nuestros amigos imaginarios, pero también el más escandaloso de los silencios y sin embargo, los católicos afirman que tiene muchas maneras de manifestarse sin mediar palabra alguna, no obstante ser Él una representación de la lengua. En cualquier caso, el hombre sin significación llena el silencio con estridencias sonoras y confunde panes con penes porque el silencio lo confunde y le da miedo, lo coloca frente a sí mismo, frente a un vacío desesperado que no es más que la falsificación de su ausencia espiritual.
He asistido a numerosas presentaciones de libros de poesía y sus autores cuando deciden leer algunos poemas contenidos en el libro no lo hacen bien porque leen los poemas de corrido, aceleradamente, sin articular convenientemente las palabras, sin pausas y para sí mismos y no para los asistentes al acto. Insisto en que si hay que leer la poesía en voz alta, habrá que hacerlo lentamente a fin de permitir que el silencio asegure tiempo para encontrar su lugar, posesionarse y aglutinarse alrededor de los poemas. El silencio del lenguaje exige, además, una respiración y cuando la respiración vence al silencio ¡se hace música! Mi mujer Belén me enseñó a respirar y a pesar de ser no sordo sino hipoacústico, vivo y me deleito escuchando música dentro de mí.
Pero existe un silencio perverso contaminado por los bacilos del miedo que es el silencio impuesto desde el poder cuando este es autoritario o dictatorial. Personalmente no lo padecí en tiempos de Juan Vicente Gómez porque yo tenía apenas cuatro años cuando el Bagre murió en Maracay y para desgracia venezolana, lo diré hasta que no haya memoria alguna de mí, !no fue enterrado suficientemente! Ese silencio obligado, convertido en arma política, termina aterrorizándonos dentro y fuera del país. A diferencia de la mayoría de nuestros locuaces mandatarios, Juan Vicente Gómez no solo fue hombre de pocas palabras sino que nos silenció imponiendo el terror de su crueldad durante 27 años. Yo era muy niño entonces, pero las mujeres de mi casa llegaron a decirme que era tan grande el temor que inspiraba que apenas susurraban su nombre porque podía aparecer, de pronto, detrás de la puerta.
Lo he dicho otras veces, el régimen bolivariano se ha convertido en Harpócrates, aquel dios egipcio del silencio representado con un dedo sobre los labios en la forma habitual de quien obliga al silencio. Harpócrates me trata como si yo fuese apátrida, gente de tercera clase mientras se enriquece abusivamente. Nadie lo soporta, pero allí sigue mandándome a callar, matándome de hambre, silenciando diarios, emisoras, canales de televisión y asediando a las universidades.
¡Pero sé defenderme: aprendí a respirar!