“La justicia con demora, no es justicia”. Eduardo Couture
La creación de la Organización de Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se cumplen entre 1945 y 1948 y, son la respuesta que luego de la Segunda Guerra Mundial, plena de muerte, atrocidades, de un crimen nuclear y del desquiciamiento de la humanidad, con una actuación comunitaria, se convierten en parámetros de una pretendida cosmovisión para una coexistencia pacífica.
El primer trazo de muchos a resaltar fue la unidad de los espíritus presentes, en la búsqueda de valores comunes y principios para lograr y mantener la paz por encima de cualquier controversia.
Fue un gesto de generosidad, sin la cual no sería posible construir una comunidad de intereses y sobreponer la vida, la tolerancia y el respeto a la dignidad de la persona humana, a las motivaciones que reaparecen periódicamente y soliviantan el alma de algunos para pugnar por el predominio y alejarlos de toda perspectiva de alteridad.
Pareció, la aceptación de las identidades insertas en ese conglomerado humano que quedó luego de las matanzas de la Primera y Segunda Guerra Mundial y que hicieron del siglo XX, el más mortífero, probablemente, de la historia del hombre, desde que se adueñó de la faz de la tierra.
Camino a las ocho décadas que se aproximan de aquellas fechas podemos hacer un balance que, sin embargo, no solo no podemos llamar satisfactorio, aunque tampoco objetivamente, dejemos de advertir episodios y políticas que enaltecen a unas organizaciones internacionales que junto a la ONU persiguieron y persiguen metas importantes para la supervivencia y la superación de las vulnerabilidades que aquejan al género humano.
No obstante, lo afirmado, recorre y se universaliza la convicción de que la organización internacional no alcanza sus propósitos iniciales y se queda más bien sin respuestas ante las demandas de este momento histórico. Un vistazo a la recurrente transgresión de los principios arriba enunciados y por doquier repetidos, muestra una realidad cruda que evidencia la ineficacia de la susodicha y la regularización de los crímenes que la misma organización internacional llama de lesa humanidad y que se acuerda para perseguir a sus autores.
Nótese que trato de ser positivo en el testimonio que como ciudadano del orbe puedo dar, sin entrar en detalles ni muchísimo menos enjuiciar en toda profundidad el asunto. La propensión del hombre, que no deja de ser lobo del hombre, ha permanecido latente y presente para hacer de las más variadas formas de agresión un elemento de la cotidianidad.
El egoísmo, la arrogancia, la vanidad, la presunción y la ambición de dominio están en la naturaleza del ser humano y si bien, como diría Dostoievski, en ese mismo corazón habita el bien, no podemos decir que ha vencido en la batalla que se escenifica en la vida y por dondequiera.
Empero, deseo traer a reflexión lo que desde Nuremberg y Tokio constituyeron hitos en la historia al traer al sillón de los acusados a los que depredaron y se les castigó no por venganza, que a veces lo pareció, sino, más bien, por punir la conducta hórrida, la deshumanización, al mal mismo.
Ginebra y sus convenciones quisieron humanizar la inhumanizable guerra, trayendo límites a las acciones contra los seres humanos, los soldados heridos, los rendidos, los caídos, pero el derecho internacional humanitario en su evolución procuró más que eso, quiso responsabilizar efectivamente a los promotores, actores, autores políticos de los delitos de lesa humanidad y, así surgió el Estatuto de Roma y la Corte Penal Internacional.
Antes, cabe señalar que el entorno mundial también ha cambiado, de tal manera que el trato legal e institucional, nacional e internacional que se da a la calificación de los conflictos y a la complejidad de su naturaleza, sus acciones y derivaciones, no llega a constituirse en una respuesta acorde con la envergadura del desafío.
La guerra actual, los conflictos armados, el terrorismo, no esconde su carácter hibrido y la profundidad de su mutación, tanto en lo estratégico, como en los medios utilizados y los limites que se ensaya en preservar. Otrora, los civiles, al menos en el discurso, debían ser preservados y ahora parecen más bien ser el objetivo, si no son utilizados como escudos humanos de los que se puede disponer sin complejos de ningún tipo. Lo que ha pasado en Ucrania, pero especialmente en el Medio Oriente, en el último cuarto de siglo, quebranta toda referencia y amenaza por ir por caminos irreparables.
Por otra parte, si bien los Estados continúan usando a la soberanía, como un instrumento de justificación y elusión de sus deberes y obligaciones, se ha visto, con la globalización, una apertura para, pretendiendo objetivos de orden comunitario o acaso, dado el interés compartido entre los Estados, producir políticas comunes de la más variada naturaleza que incluye encarar al ilícito que, por cierto, ha devenido creativo y omnipresente en escenarios diversos que atentan, sin embargo, contra la seguridad mundial y afectan a la mismísima soberanía nacional.
Mucho se advierte en el teatro internacional en paralelo y, frente al cambiante orden político y militar internacional, pero, solo quisiera resaltar, como el estado protagoniza el delito y la patética ineficacia de la justicia internacional.
La comisión de crímenes contra las personas vuelve a ser, un asunto cotidiano en África y en América Latina, dada la situación de inestabilidad política y el retroceso de la democracia que se ve reemplazada por distintas formas de autoritarismos, disfrazadas las autocracias por ropajes seudoconstitucionales que, realizan todo tipo de violaciones de los derechos políticos y civiles de sus poblaciones, sin que se observe progreso en la lucha contra ese flagelo.
La Corte Penal Internacional se muestra ya como una entelequia, una organización pesada e incapaz de asegurar sus fines y parece seguir el destino de otras organizaciones internacionales que reclaman a gritos una revisión que les permita actualizarse y prestar un genuino servicio. Ese es el reto de la institucionalidad internacional so pena de obsoletizarse y perder significación real.