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Apoteosis de la trola

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«La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira». Con ese trueno abría el filósofo y periodista francés Jean François Revel uno de sus mejores libros, publicado en 1988. Indignado por las mentiras divulgadas en los países occidentales para deslegitimar sus mismos sistemas políticos y enmascarar los pecados de espantosas autocracias (mayormente de izquierdas), Revel constataba la contradicción de unas sociedades abiertas que avanzaban hacia la «era de la información» y donde el conocimiento iba convirtiéndose en la base del desarrollo económico y social, pero donde la falsificación de lo real seguía siendo práctica cotidiana. ¿Qué hubiera dicho entonces de nuestro tiempo político?

Por supuesto, la política siempre ha mantenido una relación difícil con la verdad que no vamos a simplificar. Pero recientemente el recurso a la mentira parece haber alcanzado cotas inéditas en sociedades donde no rige una censura oficial (en las otras, ciertamente, la invención de falsedades es el oxígeno que mantiene vivos a los regímenes autocráticos). Si algo había venido poniendo límites a las mentiras de los políticos en democracia era el alto precio que llegarían a pagar al ser reconocidos como simples embaucadores. «En circunstancias normales –escribió la gran Hannah Arendt– el mentiroso acaba siendo derrotado por la realidad». Pero si eso era lo normal está claro que ha dejado de serlo. Así lo muestra en España un gobierno erigido y sostenido a fuerza de gestos y actuaciones inicialmente negados y ejecutados después con desvergonzado cinismo, sin sufrir por ello ninguna merma significativa de apoyos. Pero no estamos solos: miremos a la gran democracia estadounidense y comparemos el coste que la mentira tuvo para dos presidentes de distintas épocas, Nixon y Clinton, frente al que ha deparado al estrafalario Donald Trump, cuyo interminable historial de embustes no le ha inhabilitado para emprender una campaña electoral que podría llevarle de vuelta a la Casa Blanca. Por lo demás, lo peor no es que nos mientan sin parar, sino la masa de ciudadanos que una y otra vez se muestran dispuestos a olvidar o excusar las mentiras más cínicas y flagrantes, condenándonos a un círculo vicioso que degrada la calidad de los sistemas democráticos a velocidad de vértigo.

Las causas del problema situación son variadas, por lo que me limitaré a nombrar y recordar las más relevantes. El sistema cognitivo humano incluye diferentes mecanismos que nos hacen vulnerables a los embustes, el autoengaño y la generación de explicaciones exculpatorias de toda clase de conductas tramposas e inmorales, incluida la mentira. Aunque no haya espacio para inventariarlos, me refiero, por supuesto, a la misma clase de resortes mentales que contribuyen a mantener las creencias más irracionales y disparatadas. Sin perder de vista que la facilidad para dejarse engañar y perdonar embustes no es indiscriminada. Pues, si por un lado solemos estar más dispuestos a creer aquellas palabras y relatos falaces que confirman nuestras creencias, intuiciones morales y preferencias políticas, por otro las mentiras con más posibilidades de ser ignoradas, excusadas, perdonadas u olvidadas suelen provenir de personas, grupos, organizaciones o medios de comunicación con los que nos sentimos identificados. Con todo, esas inclinaciones esencialmente irracionales coexisten con capacidades y motivaciones no menos universales que tiran en dirección contraria, hacia el ideal racional de la búsqueda de la verdad. Por eso, la epidemia de mendacidad que padecemos solo puede terminar de explicarse atendiendo a los cambios sociales e históricos que operan a favor de la mentira y su disculpa.

Hay quien piensa que el auge de los políticos mentirosos trae causa de la crisis epistémica que empezó a fraguarse a finales del siglo pasado gracias a la irrupción de la filosofía posmoderna y la difusión de sus postulados antirrealistas o relativistas (resumible en una conocida sentencia de Nietzsche: «No hay hechos, solo interpretaciones») y que ha desembocado en un tiempo presuntamente caracterizado por la renuncia a distinguir entre afirmaciones verdaderas y afirmaciones falsas que algunos llaman posverdad. Les confesaré que esta explicación no termina de convencerme. No sé si algún filósofo posmoderno se comporta realmente como si no hubiera verdades objetivas, aunque lo dudo. En cualquier caso, estoy seguro de que el común de los mortales seguimos viviendo nuestras vidas apoyándonos en un montón de verdades sencillas y en algunas creencias que suponemos verdaderas (la actual proliferación de bulos, patrañas y teorías conspirativas es una prueba extrema de ello) y así me parece que les ocurre también a los políticos tramposos y a sus víctimas. La posverdad no es tanto un consenso consumado sobre la irrelevancia de los juicios de verdad como una estrategia política basada en el fomento de la confusión y la duda, la propagación de falacias y medias verdades y la manipulación de los sentimientos y las pasiones.

Los principales aceleradores de la mentira y las causas últimas de la impunidad que hoy disfrutan los políticos embusteros hay que buscarlas en nuestros ecosistemas informativos y en el auge de las políticas de corte populista y abierta o encubiertamente antiliberales que recurren sistemáticamente a las argucias de la posverdad antes mencionadas. Beneficios aparte, el universo configurado por las plataformas digitales ha propiciado la subordinación de las lógicas informativas asumidas por los medios de comunicación serios y fiables (fundadas en la verificación de los datos) a la lógica de unas redes sociales saturadas por un flujo constante y abrumador de informaciones no contrastadas cuya difusión depende exclusivamente de su ajuste a preferencias y afinidades personales. En estas condiciones, los hechos no son juzgados por su valor de verdad sino por su deseabilidad, en clara imposición del principio del placer sobre el de realidad, por expresarlo con términos de Freud. Asimismo, y como es bien sabido, al primar la conexión con usuarios con quienes se comparten valores y creencias, las redes sociales dan como resultado la creación de burbujas de opinión que reducen las oportunidades de confrontar los propios juicios y puntos de vista con otros diferentes. No hay mejor trasfondo sobre el que proyectar un discurso político dirigido a desacreditar y estigmatizar a los oponentes y alimentar el miedo, así como el resentimiento y el odio contra los que piensan de otra manera y apoyan opciones de gobierno distintas a las propias. Cuando esa clase de discurso infecta la esfera democrática los hechos dejan ser sagrados y nada que se haga en defensa de la propia tribu política (y en contra de sus presuntos enemigos) carecerá de justificación o disculpa. Ni siquiera las mentiras más gruesas e indignas que otros quieran disfrazar como cambios de opinión.

Artículo publicado en el diario ABC de España

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