Las palabras, origen y fin del hombre, son dueñas de una magia y fortaleza que las hace espléndidas, amén de autónomas. Sus raíces son, por decir lo menos, apasionantes, unas, rocambolescas, otras, pero siempre preñadas de aventuras, nacidas de giros a veces impensados. Cada una de ellas es un mundo donde se puede navegar con fruición, contemplar las volteretas que han ido dando hasta lo que son. Sin dejar de pensar en lo que podrán llegar a ser, es el sino del lenguaje. Recordando al bachiller Antoine Lavoisier bien podría decirse: “Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma”.
Pienso esto al leer apóstol. Como muchísimas otras proviene del griego, y podría ser traducido por algo así: Alguien enviado a una acción específica. Hubo unas cuantas variaciones de ella, hasta que Filón de Alejandría comenzó a usar, tal parece que en sus comentarios filosófico-religiosos sobre la Ley Judía y las Escrituras Hebreas, apóstolos. La utilizó para referirse a mensajeros o personas enviadas con un propósito divino o práctico. Mucho después, en la segunda parte de la Biblia, entiéndase Nuevo Testamento, comienza a emplearse con el significado que hoy se le concede. Lucas en su evangelio apunta: “Y cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y escogió a doce de ellos, a los que también llamó apóstoles”.
Y fueron ellos a divulgar la buena nueva. A partir de ahí apóstol se convirtió en sinónimo de vocero divino, en heraldo de Dios. Como era de esperar, se fue extendiendo, y encontramos apóstoles de cualquiera sea lo que se le ocurra a quien bien o mal le parezca. Hubo apóstoles cortesanos, como Maquiavelo. También los de la cruz y la espada: los cruzados. Tantos cual hojas de una mata de verdolaga, hasta que surgieron los revolucionarios, y ahí se acabó lo que se daba.
Fue así que vimos irrumpir en la historia a cuanta clase de Pontífice social le dio su maniquea gana, una no poco jacarandosa y alborotada, de anunciar el fin del mundo capitalista. Las piruetas revolucionarias han sido variopintas. Stalin aliado con Hitler, Mussolini hijo del socialismo, Fidel y el Che fusilando “maricones” en Cuba, Chávez ungido por los capitales criollos, Maduro sostenido por las petroleras imperialistas. Y paremos de contar.
No se puede, ni debe, olvidar a los que han estado con gestos apesadumbrados o alzando voces destempladas, jugando a Gatopardos de medio pelo. Hay los que gustan citar a Tancredi con aquello de: “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie. ¿Me explico?”. Prefiero a, unas páginas más adelante, don Fabrizio pensando: “Una de estas batallas en las que se lucha hasta que todo queda como estuvo”.
La casta, la bendita casta, política que ha secuestrado el país desde los propios orígenes republicanos. A partir de ahí se han distribuido el poder y los recursos de nuestra tierra a su libérrimo antojo. Bajo el retorcido argumento de la responsabilidad para con la colectividad se han adueñado de todo, y luego han repartido cuotas a quien les interese. Así lo hicieron los grandes partidos, y los pequeños también.
Unos complacían a grandes trusts económicos, hasta otorgaban concesiones petroleras; mientras que los otros recibían cargos consulares, direcciones de museos, contratos y asesorías a granel. Todo a costa de la teta nacional, la gran ubre fiscal.
Han sido, y cito en mi ayuda a la muy necesitada Ana María Matute, unos mamarrachos desvergonzados que nos han arruinado vida y país. Y siguen jugando a las castas palomas, de gentil plumaje, que van a salvaguardarnos. Su mal gusto y oropel desbordado solo es posible en medio de tal amasijo de truhanes zarrapastrosos y sus acólitos celestinos. Tanto los que lo hacen a cara descubierta, como aquellos que con voz impostada y gesto adusto juegan a ser jueces de la pureza política.
© Alfredo Cedeño
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