A medida que envejecemos nuestra percepción del tiempo cambia. Las 24 horas que cada día nos regala parecen acortarse con cada año que pasa. Despertamos más temprano y el día transcurre a una velocidad vertiginosa. Esta aceleración del tiempo nos invita a reflexionar sobre nuestra existencia y a rendir cuentas ante la pregunta: ¿qué hemos hecho con el tiempo que se nos ha dado?
La serenidad de la madurez nos lleva a evaluar nuestro legado personal. Las oportunidades perdidas nos pesan, y los recuerdos de nuestros logros —los hijos criados, los libros leídos o escritos, los lugares visitados y las amistades cultivadas— se convierten en un rédito interior. Las amistades verdaderas, aquellas que permanecen a través del tiempo, son especialmente valiosas y, a menudo, pueden contarse con los dedos de una mano.
Sin embargo, al considerar el significado de nuestra vida, debemos sopesar el tiempo que dedicamos a las tareas cotidianas, el ocio y las distracciones sin importancia. Lo que queda es el tiempo que realmente podemos dedicar al beneficio de nuestra existencia: el tiempo que suma a nuestra presencia en el planeta. Es crucial reconocer que algunas de nuestras acciones pueden haber sido un obstáculo o un retroceso para el bienestar de las futuras generaciones.
Aquí entra la importancia de la selección de nuestro destino. El estoicismo, como el de Séneca, nos recuerda que, aunque el destino es invariable, nuestra respuesta a él es una elección personal. Esta gesta personalísima define nuestro verdadero aporte durante nuestro paso terrenal. Martin Heidegger, en su obra Ser y tiempo, nos insta a considerar la autenticidad de nuestras elecciones y cómo estas reflejan nuestro ser-en-el-mundo.
Sembrar un árbol, escribir un libro y concebir un hijo son formas tradicionales de dejar un legado, pero construir un futuro mejor para la comunidad es una oportunidad igualmente significativa. No debemos evaluar nuestras acciones a través de la lente del retroceso, sino con una visión hacia el avance. No importa cuán rápido corra nuestro reloj en la tierra; lo esencial es cómo elegimos invertir el tiempo que nos queda.
Al final del día, nuestra vida es un reflejo de las decisiones que tomamos. El tiempo es un recurso finito y valioso, y nuestra responsabilidad es usarlo de manera que contribuya al bienestar común. Dejemos que nuestra huella en el mundo sea un testimonio de nuestra presencia, y que nuestras acciones, grandes o pequeñas, sean un legado de esperanza y progreso para las generaciones venideras.
El día de hoy, no existe mejor siembra o mejor tiempo invertido, que nuestra participación ciudadana a través del voto. Una acción breve que todas nuestras generaciones futuras agradecerán.