El martes 17 de marzo, segundo día de la cuarentena debida al covid 19, Venezuela amaneció militarizada —quizá debí escribir continuó y no amaneció, porque en honor a la verdad, en los últimos 21 años, la nación ha estado pisoteada por las botas castrenses—. La medida dio alas a la suspicacia de quienes no creen en brujas, pero las saben voladoras, y hubiesen preferido ver en las calles a médicos, enfermeras y ambulancias en vez de soldados y tanquetas.
Los venezolanos sabían, gracias a la intermediación de su legítimo Parlamento, de la inminente llegada al país del agente patógeno reputado chino por la incorrección política de Donald Trump y cierta licencia literaria de Mario Vargas Llosa; no obstante, las autoridades sanitarias de la dictadura permanecieron impertérritas y ni siquiera se dieron por enteradas, tal vez prendiéndole velas al santón de Sabaneta, al negro Felipe y a María Lionza. No querían, no debían o no podían aceptar las advertencias de la auténtica Asamblea Nacional. Hacía más de un mes —el 4 de febrero para ser exactos—, esta había alertado sobre la presencia entre nosotros del coronavirus y comenzado una campaña informativa dirigida a funcionarios y trabajadores de los aeropuertos, a los médicos y al público en general. Como es habitual, el mandón —quien festejaba los 28 años de la chimba intentona golpista de Chávez y atribuyó olímpicamente el origen del letal microorganismo a un ataque biológico a China, perpetrado por la administración imperial de Estados Unidos—, sus áulicos y su grisácea corte ministerial hicieron caso omiso del campanazo parlamentario y cuando el mundo se les vino encima procedieron a suspender las actividades laborales, ¡tarde piaron, pajaritos! Las vacaciones o vagaciones colectivas no bastaron y entonces, a través de un virtual toque de queda, condenaron a la población a pagar casa por cárcel durante un lapso indeterminado.
Como todos mis conciudadanos —el sustantivo compatriotas me parece atroz—, he sido víctima, no de la terrible pandemia en boga, sino del bizarro tratamiento prescrito por Delcy la epidemióloga, y permanezco recluido en mi domicilio. El confinamiento derivado de las limitaciones impuestas a los contactos sociales, al transporte y a la libre circulación mediante un estado de alarma o emergencia, restrictivo de los derechos humanos y las garantías ciudadanas consagradas en la bicha bolivariana, ha convertido a nuestras ciudades y pueblos en escenarios distópicos; semejante condición nos compele a indagar qué hacer para no perder el tiempo. Jean Tarrou, el «amigo de bailarines españoles e historiador de las cosas sin historia» fabulado por Albert Camus en La peste (1947), novela vindicada con rango de best seller en los primeros y calamitosos meses de 2020, sugiere «sentirlo en toda su lentitud» y, a tal efecto, recomienda «pasarse los días en la antesala de un dentista en una silla inconfortable; vivir el domingo en el balcón, por la tarde; oír conferencias en una lengua desconocida; escoger los itinerarios del tren más largos y menos cómodos y viajar de pie, naturalmente; hacer la cola en las taquillas de los espectáculos, sin perder su puesto, etc., etc…». Y en la profética película Contagio (Steven Soderbergh, 2011) una adolescente enfadada con su padre pregunta: «¿Por qué no inventan una vacuna para evitar que el tiempo pase?», interrogante harto pertinente cuando, como ahora, además de enclaustrarnos, se nos priva del acceso a Internet y nos atiborran en cadena radio televisual de tergiversaciones, posverdades y fake news.
El buen doctor Bernard Rieux —protagonista de la citada obra del filósofo galo nacido en Argelia y premio Nobel de Literatura (1957)— se niega a aceptar lo inevitable y vislumbra antiguas imágenes de la plaga —«Atenas apestada y abandonada por los pájaros, las ciudades chinas cuajadas de agonizantes silenciosos, los presidiarios de Marsella apilando en los hoyos los cuerpos que caían…»—; como él, rehúso consumir la basura informativa del ministro para todo uso y ocasión, Jorge Rodríguez, y me entrego a la contemplación de las soberbias y turbadoras ilustraciones de la antológica Historia de la fealdad (Umberto Eco, 2007). Traigo una a colación porque viene particularmente a cuento. Se trata de El triunfo de la muerte, cuadro pintado por Pieter Bruegel el Viejo hacia 1562. He aquí un fragmento de un comentario ad hoc del escritor norteamericano Don DeLillo (Submundo, 1977): «Los muertos han venido a llevarse a los vivos. Los muertos amortajados, regimientos de muertos a caballo, el esqueleto que toca el organillo […] Observa la carreta de los condenados a muerte llena de cráneos. De pie en el pasillo contempla al hombre desnudo perseguido por perros…» Detallo la composición —jugadores de cartas, cadáveres escanciando vino, un juglar, borrachos, aves de rapiña— y me escucho musitando: el propio apocalipsis, según Nicolás. Vainas del ocio.
El aburrimiento suscitado por la ofensiva antiviral del régimen nos da pie para reflexionar acerca de las intenciones ocultas tras la misma, pues el gobierno de facto no da puntadas sin dedal. Maduro, en una de sus primeras alocuciones tocante a la emergencia, solicitó no politizar la situación; sin embargo, el secretismo y el sectarismo de su proceder pusieron de bulto la hipocresía de su ilícita e ineficaz administración. Sus voceros esconden y manipulan cifras —es práctica habitual del modo de dominación nicochavista y allí están a guisa de ejemplo los informes y boletines del INE y el BCV—; la Cantv boicotea un site de la gestión Guaidó relativa al infeccioso morbo; y, más grave aún, se aplica a los ciudadanos un abominable chantaje clientelar: no habían transcurrido 24 horas del ucase del zarcillo, cuando este anunció, sin especificar monto, la entrega de un «bono del coronavirus» a los patriocarnetizados. ¿Y los demás?… ¡a tomar por el saco! Mas si el secretismo y el sectarismo implícitos en el manejo de la crítica situación actual suscitan sospechas y conjeturas, no menos recelos y presunciones acarrea el inopinado S.O.S. al demonizado Fondo Monetario Internacional.
En política, sostuve en pasadas crónicas, ni las distancias son infinitas, ni las diferencias eternas. Al respecto, Winston Churchill dejó dicho: «A menudo he debido comerme mis palabras y he descubierto que eran una dieta equilibrada». Sí, la lengua es castigo del cuerpo y bien lo sabía el flemático estadista británico; empero, Nicolás Maduro no es un estadista y algunos le tienen por marioneta de Raúl Castro, Díaz-Canel y Rodrigo Valdés. En sintonía con esa narrativa, la troika cubana le habría aconsejado dirigirse a la señora Kristalina Georgieva, directora-gerente del organismo financiero multilateral, tenderle la mano solicitando una limosnita por el amor de Dios y hacerse el yo no fui con los insultos y dicterios proferidos por Hugo Rafael, quien en un arrebato de ira (mayo de 2007) sacó a Venezuela de organización; por Diosdado y por él mismo —«son unos buitres, con el perdón de los buitres», expresó no ha mucho el exaltado troglodita del mazo y segundo a bordo»; «nos hemos liberado de sus garras», sostuvo el timonel—. Así las cosas, con la lengua escondida donde no le pega el sol y el rabo entre las piernas, el irregular ocupante de Miraflores jaló hasta donde pudo, pero la cuerda se rompió, y le contestaron prestamente con la seña del mudo. Usted no es reconocido por países socios de nuestra institución como presidente de Venezuela, le espetaron según la AP, y el muñeco bigotón se fue con su música mendicante a otra parte a jugar la candelita. Por allá fumea.
¿Serían destinados los suplicados 5.000.000.000 de dólares (400.000.000.000.000 dizque soberanos) a «robustecer los sistemas de detección y respuesta» inherentes a la pandemia? Analistas serios lo ponen en duda. Los reales serían para procurar alivio al malestar y depresión de una economía cuyos principales soportes —Rusia y China— no le paran ni medio. El abastecimiento artificioso de los bodegones dolarizados no logrará suplir la carencia alimentaria en ciernes. No hay gasolina en nuestra petrolera nación. El precio del crudo ha descendido abruptamente, y sigue en bajada, a consecuencia de la puja entre el neoestaliniano Putin y la asquerosamente billonaria realeza saudí. Ya los rusos no prestan real y se limitan a vender fiado y a cobrar en especies arco minerales. ¿Por qué no, entonces, exigirles a los chinos una indemnización por las molestias causadas? Porque a ellos se les debe hasta el modo de caminar. Semejante cuadro presagia convulsiones sociales y ello explicaría el desmesurado despliegue de tropas y equipos bélicos con la excusa del covid-19. En este sentido, el coronavirus les vino a los rojos como ano al dedo, pues amainaron vientos en contra y su nave del olvido fondea en el mar de la (in)tranquilidad a la espera de otro providencial impulso. En el ínterin, para combatir el tedio, improvisaremos tapabocas presintiendo que, una vez arrojadas al fuego las ropas usadas durante la cuarentena, pasaremos a los taparrabos.
«Unos cuantos casos no hacen una epidemia», rumiaba para sus adentros el doctor Rieux. Acaso también en esa onda especulativa surfeaba Nico y por eso se demoró tanto en pedir cacao. Olvidó o no leyó (es lo más probable) la lección de Camus: Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y, sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas.
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