OPINIÓN

Apátridas

por Raquel Gamus Raquel Gamus

No hay evidencia más dramática de la crisis que vive una nación que la migración masiva de sus ciudadanos, dejar el terruño es una decisión dolorosa y difícil que implica también dejar los  afectos, las costumbres, los sabores y los olores que forman parte de lo propio, para incorporarse a una sociedad que nos es ajena, donde siempre serás un extranjero independientemente de lo acogedor que pueda ser el país donde fijarás tu nueva residencia. Todo el que haya tenido cercanía con migrantes como es mi caso, hija de inmigrantes, esposa de exiliado, sabe lo que duele no poder encontrar en tu cotidianidad ningún nexo con tu historia y tus afectos.

Lo saben también la mayoría de los venezolanos como receptores de varias olas migratorias de ciudadanos de diferentes países tanto del Medio Oriente como de Europa, para quienes hacer la América significaba buscar las oportunidades de superar la pobreza que  en su lugar de origen no alcanzarían.

Vinieron luego oleadas migratorias del continente, colombianos en su gran mayoría, dominicanos, peruanos, ecuatorianos y también de ciudadanos del Cono Sur en buena parte como exiliados políticos.

Con la llegada de Chávez a la Presidencia se le dio la vuelta a la tortilla. Venezuela dejó de ser una tierra promisoria para convertirse en amenazante. Venezolanos, inicialmente en especial de clases medias y profesionales, la mayoría jóvenes, decidieron marcharse, algunos  engrosaron el talento humano  de otros países, otros se desempeñaron en  oficios descalificados. Muchos de quienes habían convertido a este país en su hogar también con gran congoja comenzaron a regresar a sus países de origen.

El país perdió generaciones que por edad y formación le son fundamentales e insustituibles que se encuentra desperdigada por el mundo, con lo que los jóvenes perdieron su país. Los que nos quedamos, sufrimos la lejanía de nuestros hijos, sobrinos, nietos y también la creciente despedida de amigos y vecinos.

Con la debacle económica de Maduro la migración se masificó y se extendió hacia los sectores desposeídos que por distintas vías, incluyendo la caminata, recorrieron miles de kilómetros para buscar sustento para ellos y sus familiares. Creció hasta los 5 millones, convirtiéndose en el mayor problema del continente y la segunda o la mayor migración del planeta. El gobierno de Maduro siempre fue indiferente a esta tragedia, solo tuvo ojos para ella para presentar como un gran logro propagandístico el regreso de 100 o 200  compatriotas de los 5 millones que se fueron.

Todo apuntaba a que el número de migrantes venezolanos seguiría creciendo, pero cambió con la llegada de la covid-19, el desempleo generado por la crisis hizo imposible a algunos venezolanos sobrevivir en tierras extranjeras y se produjo la necesidad de una minoría por regresar, pero lejos de los brazos abiertos  encontraron rechazo por parte de los gobernantes en ejercicio, burlas, reclamos, malos tratos, y por último restricción en las fronteras.

En el reporte diario de la situación de la covid-19 se diferencian minuciosamente los casos importados de los comunitarios, más allá de la importancia cierta que esto tenga para efecto de los contagios, se contamina con la permanente intención de buscar un culpable foráneo, que en este caso se concentra más en el presidente de Colombia, donde hay más de 1 millón de esos “apátridas”.

En la relación utilitaria que  mantiene el régimen con sus  ciudadanos, el regreso de estos migrantes no le resulta conveniente, muy por el contrario, le complica todavía más un cuadro social y sanitario para el que no tiene respuesta. El gobierno de Maduro quiere que su desastre anterior a la pandemia quede más o menos igualito.