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Antipolítica, transparencia y caída libre  

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Durante los últimos años del siglo pasado y los primeros del presente, aquellos que en Venezuela incentivaban el odio a los partidos políticos y aseguraban que la transparencia y la llamada “democracia participativa” eran grandes ideas, estaban coqueteando —puede ser que en algunos casos sin saberlo, todo hay que decirlo— con el proyecto del autoritarismo y, de esa manera, terminaron sirviéndole la mesa o siéndole instrumentales. El discurso antipolítico erosionó la democracia y estimuló una tiranía de lo bufonesco en la que las formas tenían que ser destruidas. El filósofo alemán de origen surcoreano Byung-Chul Han —profesor de la Universidad de las Artes de Berlín— sostiene que la transparencia se opone conceptualmente al ideal de la práctica política: «La política es estratégica. Y, por esta razón, es propia de ella una esfera secreta», escribe en La sociedad de la transparencia (Herder, 2013), un libro de pocas páginas pero de notable utilidad para entender los tiempos que corren. Los partidos políticos buscan obtener el poder, y también mantenerlo pese a los embates de la oposición y las condiciones adversas que puedan presentárseles, y para tal fin requieren desplegar una estrategia en la que el secreto es elemento esencial: «Sólo la política como teocracia se las arregla sin secretos. Aquí, la acción política cede a la mera escenificación».

La estrategia y el secreto conllevan la observancia de unas formas, de códigos y reglas implícitas que se derivan de la complejidad del juego. Sin estos la política se deshace, se torna en parodia y se confunde fácilmente con el abuso del poder. En el ajedrez el rey no ocupa el casillero del peón ni el del caballo, tampoco pretende hacerse pasar por uno de ellos, utilizar su atuendo o imitar sus movimientos. Cuando los partidos políticos sucumben y sus organizaciones se desmontan, y alguien busca convertirse en el «outsider» del momento, en realidad se está pateando el tablero y cancelando toda posibilidad de que el juego prosiga. Una «escenificación» —empleando los términos de Han— en la que algunos saltimbanquis enfatizan los rasgos que pretendidamente los acercan a los electores puede ser el inicio de la debacle. Cuando esta actitud proviene de quienes, por su propia biografía, no están en condiciones de negar su pertenencia a la política tradicional, se está cometiendo un filicidio que nos recuerda a Saturno devorando un hijo, la aterradora pintura de Goya en la pinacoteca del Museo del Prado. El casi octogenario Rafael Caldera, desbaratando el partido político que él mismo fundó y fagocitándose a los pupilos que educó para hacerse de nuevo con la Presidencia de la República —y. acto seguido, conceder el indulto a Hugo Chávez—, es nuestro caso emblemático.

En las dos últimas décadas venimos siendo testigos de la proliferación de lenguaraces oradores enfundados en atuendos coloridos (la indumentaria tricolor se ha impuesto como signo de nuestra identidad), de acciones estrambóticos, de la chabacanería como estilo de hacer política. Las formas han muerto y el ajedrez quedó en el olvido. De manera inequívoca se impuso el deseo de ganar la partida sin observar las reglas, sin jugar el juego en realidad. No hemos de extrañarnos entonces de que la Asamblea Constituyente se erigiese como alternativa al Poder Legislativo en el que la oposición había obtenido una victoria electoral contundente e inobjetable, o de que hoy en día parezca irrelevante que el ejercicio de las funciones de quien ejerce la Presidencia de la República se confunda con la dinámica de su relación marital.

En tiempos preelectorales es conveniente pensar en este tipo de cosas, a pesar de que la influencia de las ideas en la práctica política es prácticamente nula en la actualidad. Comenzar a hacerlo puede ser el inicio de una reflexión que, en algún momento, nos permita poner las bases para terminar con nuestra caída libre.

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