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Ante Rusia

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La pregunta sobre la opción de despliegue de infraestructura militar rusa en Venezuela, Cuba y Nicaragua, “no confirmada ni descartada” en reciente entrevista por el vicecanciller Serguéi Riabkov aparece, no por casualidad, en medio de las tensiones y los encuentros internacionales en torno a la ofensiva política y militar de Rusia. Tal ofensiva ha provocado una seguidilla de reuniones en Ginebra, Bruselas, Viena y Brest, dos conversaciones en menos de un mes entre los presidentes Vladimir Putin y Joe Biden, la que está en suspenso  y, en paralelo, los numerosos contactos y encuentros de alto nivel entre Estados Unidos y países europeos y socios de la OTAN.

La presión geopolítica rusa sobre Europa, la Organización del Tratado del Atlántico Norte y Estados Unidos se manifiesta abiertamente sobre Ucrania, en las fronteras de Georgia, en y a través de Bielorrusia. Mientras, las aspiraciones sobre el espacio postsoviético, más allá de los alcances de la OTAN, se reafirman en estos días con la participación rusa en la represión de las protestas en Kazajistán. A treinta años de la disolución de la URSS , que Putin calificó como “la más grande catástrofe geopolítica del siglo XX”, la historia según quien controla el poder hace más de veintiún años tiene como referencias y parámetros la trayectoria de triunfos y de influencia mundial de la “gran Rusia”. Desde esas referencias, la estrategia internacional de afirmar y reafirmar su voluntad de recuperar peso y reconocimiento internacional fue haciéndose más explícita en la sucesión de formulaciones estratégicas de seguridad nacional de 20092015 y 2021. También ha sido cada vez más visible en sus actuaciones internacionales, como en el giro del conflicto sirio desde 2015 y desde 2014 en la anexión de Crimea, los acercamientos, concertación y acuerdos con el gobierno de Xi Jinping y las tensiones crecientes con Europa y Estados Unidos por su imposición de sanciones –salvo por las contradicciones y opacidades durante el gobierno de Donald Trump– ante la agresión a Ucrania y por violación de derechos humanos.

Como constante en el escalamiento de esas tensiones ha estado el rechazo ruso a la ampliación de la alianza militar trasatlántica hacia el este europeo. Las movilizaciones militares rusas a la frontera con Ucrania en abril y, en mayor escala, desde finales del año pasado, así como en las fronteras de Georgia, son parte de esa estrategia. Ésta intenta también revivir con aliento nacionalista los apoyos recuperados internamente en 2014 pero disminuidos a partir de 2018.  A ello el régimen ruso ha respondido con la reforma que habilita a Putin a ser reelegido hasta 2036 y con el sofoco de la oposición y la eliminación de su dirigencia con atentados, amenazas, medidas que los inhabilitan y apresamientos.

La cantidad de reuniones y noticias de estas semanas son una especie de fiesta para Rusia: en visibilidad y reconocimiento de su poder perturbador. También conviene prestar atención a los efectos de tantos desafíos y provocaciones sobre los repertorios de Estados Unidos y Europa, que han puesto especial empeño en el despliegue de recursos y capacidades diplomáticas. Sin embargo, sus agendas no solo están cargadas internamente por la complejidad de las urgencias propias y la dificultad de concertar políticas y decisiones ante ellas. También lo están por los grandes desajustes y giros, amenazas, tensiones y necesidades de coordinación en el orden y la agenda mundial, donde Bruselas y Washington lidian también, entre otros muchos asuntos, con la muy activa rivalidad sistémica de China. El régimen ruso, movilización militar mediante, saca provecho del momento.

Es muy revelador el contenido de las propuestas de acuerdos que Rusia presentó en diciembre a la OTAN y a Estados Unidos, por los enunciados que reafirman su propia concepción del orden mundial y también por su pieza central: el compromiso occidental de no ampliación de la alianza de defensa trasatlántica a países que fueron parte de la Unión Soviética. Esa es una demanda ante la cual no va a haber concesiones. Sobre ella ha insistido el viernes pasado el canciller Sergei Lavrov. Lo ha hecho en términos frontales de crítica a Occidente por “socavar la arquitectura de relaciones internacionales estipuladas en la Carta de la ONU” mientas que “Rusia y otros países que son nuestros aliados y socios estratégicos defienden la Carta de la Organización, sus principios, objetivos, su estructura y la protegen del revisionismo”. De tal revisionismo, continuó el canciller, “el proyecto más odioso ocurrió el 9 y 10 de diciembre: la llamada cumbre por la democracia. Los preparativos de esta reunión, el propio evento, sus ‘resultados’ proclamados en Washington son un ejemplo evidente del rumbo de nuestros colegas estadounidenses hacia la reideologización de la vida internacional (de que nos liberamos hace poco) y la creación de nuevas líneas divisorias”.  Ese es el trasfondo del desafío ruso, con propósitos más allá de la garantía de expansión de la influencia –e injerencia– de Rusia en la periferia postsoviética. Y lo que Lavrov enuncia como “posibilidades de un conflicto hipotético” se traduciría para Rusia, en lo inmediato, en su propia acción militar, salvo que haya una respuesta –en sus palabras– que sea “rápida, concreta y en papel” y que, no cuesta inferirlo, satisfaga la demanda fundamental de Rusia.

Finalmente, y volviendo al comienzo, en esa visión de escalada se inscribió lo respondido antes por el vicecanciller Riabkov sobre la posibilidad “no confirmada ni descartada” de desplegar apoyos militares en Cuba, Venezuela y Nicaragua. Preguntado al día siguiente sobre este asunto, Lavrov solo mencionó los «amplios vínculos militares con nuestros socios y aliados… en diversas regiones del mundo» como un asunto de relaciones bilaterales. Por lo que se refiere a los tres países no por casualidad incluidos inicialmente en la pregunta, las relaciones y vínculos ya existen, no parece materialmente factible su incremento y la embajada de la Federación Rusa desmintió que se tratara de una amenaza. Con todo, la referencia asomada equipara “zonas de influencia” de Estados Unidos y Rusia, como en los tiempos de la Guerra Fría. Lo que no deja de ser interesante, a la vez que un buen recordatorio para quienes olvidan el precio de haber sido ficha en tableros ajenos.

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