La detención y juicios contra el opositor ruso Alekséi Navalny ha sido, como antes lo fue su envenenamiento, objeto de atención, críticas y condenas de Estados Unidos, Europa, así como de muchos gobiernos democráticos. También lo ha sido la represión de las protestas, particularmente de las de los dos últimos domingos de enero, con saldos de más de 4.000 detenidos en cada jornada, con concurrencia y amplitud territorial sin precedentes. Mientras tanto, se han producido la firma de la renovación del nuevo acuerdo de control de armas nucleares convenida entre Vladimir Putin y Joe Biden y el viaje del alto representante de Política Exterior y Seguridad Común de la Unión Europea a Moscú atendiendo la invitación oficial, habiendo solicitado previamente que se le permitiera reunirse con actores de la sociedad civil. En fin, es una secuencia digna de atención, comenzando por la disposición a manifestar contra el gobierno de Vladimir Putin, también sobre la magnitud de las protestas y, finalmente, acerca de lo que puede parecer contradictorio e inconsistente en la actitud de los gobiernos democráticos. En todo ello hay margen para reflexiones que pueden ser de interés, cambiando lo cambiante, para los venezolanos.
La presidencia de Vladimir Putin que comenzó en 1999 tras la renuncia de Boris Yeltsin, el primer presidente por elección en la historia rusa, ha mantenido desde entonces el control del gobierno, directa o indirectamente. Se ha convertido en recurrente ilustración en los estudios sobre transiciones interrumpidas: sin dejar de hacer elecciones centralizó el poder a través de reformas legales, vínculos económicos en torno al gobierno, guerras (Chechenia, Siria, Ucrania) e indisimulado y desafiante afán de recuperación y defensa de su reconocimiento internacional. Todo esto, que va acompañado por el discurso reivindicador de la Gran Rusia –con políticas de control y represión que recuerdan a la Unión Soviética– se ha personificado en el presidente, cuya concentración de poder ha contado con muy altos niveles de popularidad. Al irse reduciendo esos apoyos fueron en aumento las trabas que desde muy temprano en su mandato había comenzado a imponer a la competencia electoral. La reforma constitucional de dos centenares de artículos que Putin llevó a referéndum el año pasado le aseguró, con 76% de los votos en medio de señalamientos de irregularidades, ser reelegible hasta 2036 entre otras muchas adecuaciones del marco institucional para el ejercicio del poder sin contrapesos. Pese a todos los obstáculos y riesgos, las elecciones rusas han continuado siendo un momento de movilización política de candidatos opositores a la cámara baja (Duma) del Poder Legislativo, la presidencia e instancias regionales y locales, en medio de fuertes restricciones legales y medidas judiciales, e incluso sin partidos, apoyando candidatos con la mejor oportunidad de ganar a los del gobierno.
En esas condiciones, promoviendo la organización de la participación en las elecciones regionales de septiembre pasado, se encontraba Alekséi Navalny cuando se produjo su envenenamiento. De regreso tras el tratamiento que le salvó la vida en Alemania, su detención alentó las grandes protestas, de extremo a extremo del país en sus once husos horarios. Las movilizaciones se produjeron en paralelo a la difusión que hizo Navalny de un video sobre el ostentoso palacio cercano al mar Negro de presunta propiedad del presidente, en medio de una situación de pobreza que no cede y se agrava con la pandemia. En esas circunstancias, las denuncias de corrupción que han acompañado al largo mandato de Putin, se vuelven especialmente indignantes. Eran temas ya presentes, junto a las muchas y bien documentadas denuncias de fraude en las legislativas de 2011 y en las protestas que le siguieron: la llamada “revolución blanca”. A su propia experiencia el gobierno de Putin fue incorporando medidas para prevenir el contagio de las revoluciones de colores y la primavera árabe, también recientemente las protestas en Bielorrusia. Como lo registra la literatura sobre aprendizaje autoritario, ha adoptado medidas restrictivas y represivas no solo contra opositores políticos sino contra la sociedad civil independiente; impuesto límites a la presencia de observadores electorales internacionales independientes; desarrollado medidas de vigilancia, premios y castigos, en prevención de divisiones internas en el régimen, especialmente en el sector militar, a la vez que cultivando y controlando a la oligarquía económica vinculada a su gobierno. Ante las protestas, ha movilizado para la represión a fuerzas probadamente leales, ha descalificado tanto a las movilizaciones, acusándolas de obedecer a patrocinadores internacionales, como a las condenas internacionales contra la represión, pero procurando administrarla para no aumentar sus costos internacionales. Otra práctica es la difusión de mensajes orientados a afectar los cálculos estratégicos de los ciudadanos que participaran en movilizaciones para aumentar sus temores, advirtiendo de los costos y riesgos personales a la vez que de consecuencias en violencia, desórdenes, destrucción económica de las acciones contra el gobierno. En todo esto tres aspectos son de resaltar: que en Navalny se reconoce valentía y coherencia en su lucha contra la corrupción y la concentración de poder con lo que incentiva la movilización aunque él no sea santo de la devoción entre quienes lo ven en posiciones cercanas a las de Putin en ciertos temas; que la disposición gubernamental a reprimir, pese a sus costos, no tuvo freno para ser ejercida como demostración de fuerza, pero también como evidencia del temor a las movilizaciones y, no menos importante, que estas se desarrollaron asumiendo grandes riesgos y consecuencias más allá del momento de la protesta.
Finalmente, sobre la actitud de rechazo de las democracias ante la detención y juicios contra Navalny y la represión de las protestas, son de considerar dos perspectivas de difícil pero inevitable conjunción: la de la condena y la adopción de medidas ante los abusos de poder y la del modo de lograr que la presión –que ya se ejerce de diversos modos, incluidas sanciones de la Unión Europea y Estados Unidos, por la anexión de Crimea– tenga efectos contraproducentes contra los ciudadanos rusos y sobre los intereses que por razones nacionales, regionales y globales conviene a todos cuidar. El balance a procurar y hacia el que parecen estarse moviendo Europa y Estados Unidos es el de la mejor incidencia política posible frente a las conductas del régimen ruso: que no es el de los años de la Guerra Fría ni está en un “momento Sputnik”, pero que ha demostrado tener capacidad y disposición para hacer mucho daño a los suyos y a otros más. Lo cierto es que, como lo confirman tanto el discurso de Joe Biden sobre política exterior del pasado 4 de febrero y, al día siguiente, las declaraciones del alto representante Borrell en la rueda de prensa al final del encuentro con el canciller Sergei Lavrov, ese balance está siendo redefinido, si bien sobre un piso común de principios, también desde diferentes urgencias y prioridades geopolíticas, pero en ambos casos, en medio de debates y con inevitable sentido de lo conveniente: nacional, regional y globalmente. El esfuerzo principal, a fin de cuentas, sigue siendo el de los propios rusos.
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