La emigración da lugar a múltiples consecuencias, unas gratas y otras muy desagradables, y estas últimas son padecidas no solamente por los que emigran, sino por el entorno familiar. En nuestro país, luego de dos décadas, el desplazamiento hacia el exterior de cerca de 6 millones de personas, mayoritariamente jóvenes en plena edad productiva, ha dado como resultado la separación de los miembros de la familia, permaneciendo las personas mayores, padres y abuelos, en los hogares donde anteriormente faltaba espacio y ahora sobra.
Hoy en día es muy difícil encontrar en Venezuela una familia que no tenga uno o varios de sus parientes fuera del país. Es lamentable que, en la actualidad, el hogar venezolano que se caracterizaba por ser un nicho lleno, donde abuelos, padres y nietos, y hasta bisnietos, convivían en un ambiente de esfuerzo compartido para superar todos los contratiempos, y también disfrutar las bondades, hoy viven solos los adultos mayores pagando el precio de no ver a sus nietos crecer y de conocerlos a través de una llamada o videollamada, cuando las condiciones de nuestra tecnología lo permiten.
Las exigencias y retos de la emigración difieren según la edad. Para los jóvenes en edad productiva, aun cuando es de gran esfuerzo trabajar en un subempleo, sufrir los inconvenientes de las formas de vida, costumbres e idioma, etc., de alguna u otra forma sobreviven hasta lograr encaminarse y tener una estabilidad económica. Para las personas mayores es mucho, pero mucho más difícil dadas sus limitaciones físicas para realizar trabajos, cuando se consiguen, y lograr sobrevivir. Eso nos presenta la desconcertante realidad de que los mayores no emigran, o lo hacen muy poco.
Para nadie es un secreto que las condiciones económicas nacionales son extraordinariamente deficientes, afectando en especial los sueldos y salarios, y muy gravemente las pensiones de vejez, único sustento de quien ha trabajado largos años para recibir injustamente una cantidad que no le alcanza para subsistir. Eso, sumado a las deficiencias en los servicios de salud, dejan en alta vulnerabilidad a estos mayores que han entregado sus vidas en beneficio de la nación y del crecimiento de sus hijos.
Las remesas son imprescindibles, sin éstas sería imposible la sobrevivencia. Representan una tabla de salvación en estos aciagos días. Sin embargo, es doloroso reconocer que, tal como lo menciona David Uzcátegui, en su artículo de El Nacional «Padres huérfanos»: “Nada ni nadie va a sustituir el calor humano de una familia que se fue y que no se sabe cuándo se podrá volver a disfrutar”, y luego afirma: “Eso no lo compensa una remesa que hay que estirar como sea”.
El sentido común nos obliga a asegurar que, dadas las condiciones de salud de nuestro país, y el natural avance de los años y su consecuente efecto sobre la salud física y mental de las personas, nuestros adultos mayores están en una condición de alta vulnerabilidad que se potencia con la ansiedad y la depresión originadas por la soledad.
Si queremos pensar en soluciones, en el reencuentro de la familia, es iluso pensar que en nuestro país ocurra un cambio situacional, a corto o mediano plazo, que permita el retorno de aquellos que se aventuraron a emigrar. Solo queda la capacidad, el deseo y la voluntad de los que se han ido para que esta reunificación familiar se dé de la forma más digna, de tal manera que estas generaciones de más edad, a las que se ha dado por llamar ‘padres huérfanos’, reciban lo que en justicia se merecen, unos años dorados nobles, y cercanos a hijos y nietos.