En Anora, el director Sean Baker narra la historia de una Cenicienta, una Pretty Woman de los bajos fondos tarantinescos, en plan gata gánster de videoclip de Rosalía, perdida en los laberintos de Alicia en el país de las maravillas.
La chica conoce al chico, en una sesión de comedia absurda, en los primeros minutos de la trama.
Surge el aparente amor a primera vista y la oportunidad de redención para ella, pues parece dejar atrás su vida precarizada como dama de compañía al comprometerse con el hijo de un magnate ruso.
Evidentemente, nada es lo que aparenta en la versión oscura de un cuento de hadas, que escribe y plasma el director con los colores de la paleta indie del Hollywood mainstream, bajo inspiración propia y de nuevos colosos del mercado alternativo, como los hermanos Safdie.
La cinta apenas costó 6 millones de dólares, refrendando el talento de su realizador para crear mucho con poco, unas atmósferas alucinadas y maximalistas que, sobre todo, se nutren de locaciones realistas en la periferia de las grandes ciudades. Pero la perspectiva del autor permite conocer la trastienda de aquellas metrópolis como La Gran Manzana y Las Vegas.
En el diálogo conceptual que establece el filme, el cineasta emplea a una musa de Mister Quentin, la joven Mikey Madison, de apenas 25 años y un ascenso fulgurante en la meca.
Anora la compromete en un papel tridimensional, donde debe asumir un acento callejero y exponer la fragilidad de su cuerpo en venta, para retratar la miseria de una forma de explotación contemporánea, sin malla protectora y con innumerables depredadores a la vista.
Allí el director sumerge la cámara, con una mirada de antropólogo más que de pornógrafo del dolor ajeno, para seguir la existencia vulnerable de una chica que sueña con cumplir el american dream, a través de un golpe de suerte, pero que descubrirá la auténtica distancia que la separa de su visión utópica e idealista, que resume el materialismo actual del país, del mundo y de las redes sociales.
A su modo, la bella “Anora” es devorada por la bestia de una quimera de oro que se le escurre entre las postales de una típica “influencer” de estilos de vida de alta gama, y el imperativo de ser exitosa a cualquier precio.
Por tanto, es un ícono de la generación “Only Fans”, un arquetipo centennial de un milenio que espera conquistar la fama y la fortuna, a punta de flashes, likes y “super matchs” como de Tinder, solo que apostando a la ruleta del casino de la prostitución, cual víctima de un algoritmo de trata de blancas.
El filme desmonta la ilusión de un empoderamiento femenino, que se ha venido propulsando como discurso de autoayuda en las plataformas digitales, que monetizan con el tráfico de ideas y personas, de deseos y aspiraciones al alcance de un click.
La película Anora recupera la vena artística del underground americano, que radiografía las angustias de los jóvenes, a finales de los cincuenta y sesenta, a principios de los setenta y ochenta.
Por eso, la cinta nos evoca la planificación inmersiva de Cassavetes, el ángulo experimental de Warhol y el humor negro de la escuela camp de John Waters, según los señuelos formales de la era vigente de texturas limpias y fotografías prístinas en HD.
Detrás de un look de viñeta fashion, de fantasía húmeda de bloguera de modas, la película desnuda todo el artificio de una “roncom”, de una comedia romántica que se creyó sus propias leyendas y mantras de superación de la adversidad, como galletas de la suerte, como programa de medianoche de hits de Julia Roberts y Renée Zellweger, con el propósito de domesticar al rebaño de la audiencia, por medio de un verso populista de “si tú quieres, tú puedes”.
Un gancho voluntarista que está en el fondo de Anora, como germen de su profundo malestar y de su inevitable frustración.
La película lleva hasta las últimas consecuencias el acompañamiento de la ruptura de la burbuja de Anora, que es la de muchos que confían en la llegada del “príncipe de azul” que acabe con las penas y que obre el milagro de la dicha plena, a cambio de un anillo y una promesa como mujer trofeo, a perpetuidad.
¿Es Anora una alegoría del trance colectivo que se padece dentro de un estado mágico, en el que la venta de humo se ha vuelto la norma, a partir del falso dogma del storytelling?
¿Otra inmersión como Wicked en la turbulencia que hay detrás de la cortina de un Mago de Oz, que nos hemos inventado como norte aspiracional, para descubrir sus pies de barro?
De pronto, Anora es una llamada de atención para que el gen “selfie”, para que el ego desatado de hoy, no nos pase factura con uno de sus espejitos, de sus espejismos de bonanza.
De ahí que uno de los temas de la cinta sea la relación que se establece entre ella y su origen como inmigrante, al enamorarse de un chico ruso, hijo de padres potentados.
Notamos que el guion hace un guiño a la luna de miel y hiel que vive el capital americano con el de Moscú, en la nueva guerra fría que sacude al mundo.
Por algo, el drama de Anora comparte la tragedia de ascenso y caída del protagonista de El Brutalista, tras sufrir las inclemencias del inmigrante y vincularse con un mecenas que le promete el cielo, por igual, pero que lo lleva al infierno, especie de síntesis de la dialéctica laboral, evitando caer en los clichés de siempre.
Vemos que el cine norteamericano se muestra sensible a asuntos como la desigualdad y la brecha que se amplía entre ricos y pobres.
En el mismo sentido, no se sentencian juicios radicales de otrora, haciendo que el espectador concientice la situación, en un contexto de múltiples factores y enfoques.
De Anora nos quedamos con su risa y su llanto desconsolado, al entender que la función terminó y qué mejor que asumir el duelo en compañía de los verdaderos amigos y aliados para superar el trauma.
Estamos con la Anora que más nunca será engañada, que no volverá a caer por inocente, producto de su viaje de exorcismo, expiación y piedad.
Lección de empatía en tiempos de soledad y amor líquido.