Anoche vinieron los murciélagos
a visitarme.
Eran legiones y volaban profusamente,
agrupados en densas nubes negras,
en dirección de mi habitáculo,
donde dormía plácidamente.
Desde tempranas horas de la noche,
en mi turbio y espeluznante sueño
pesadillesco, calculé un número
cercano a sesenta mil
que rondaban sobre mi aposento.
Expelían un pestífero hedor a excremento
y entre la primera nube de ellos habían
hórridos mamíferos voladores que abrían
sus hocicos mostrando filosos colmillos
en actitud amenazante.
También habían bebés que volaban detrás
de los adultos y los imitaban en todo.
Venían de Wuhan, estoy seguro de ello.
Y cruzaron los mares y océanos raudos
y sin cansancio, como el virus corona
que no da tregua a la especie.
Mi sueño inquieto e intranquilo
estaba poblado de tibios cadáveres que
ataviaban las calles, avenidas y caseríos de
mi lejano país abatido por el virus corona.
Quienes sobrevivían caminaban como zombies
cuales sombras chinescas por sobre los
promontorios de cadáveres insepultos.
Hombres y mujeres con niños en brazos
caminaban sin rumbo,
los veía borrosamente famélicos y enjutos,
de cara demacrada que caían como higos
al suelo y la gente les pasaba por encima
e incluso los pisaban recién fallecidos.
Desperté completamente bañado en sudor
con una violenta taquicardia
y recordé haber visto un murciélago gigante
rojo que batía sus enormes alas que dejaban
ver un martillo y una hoz con los cuales
amenazaban segar y aplastar a Oriente y
Occidente.
Por fortuna volví a la realidad y entré en
razón: el sueño no era más que una
prolongación febril de la realidad pandémica
que se cierne sobre la especie humana.