Visto lo ocurrido el pasado 5 de enero, resulta cuesta arriba imaginar un peor comienzo de año para el país. El gobierno, recurriendo incluso a la violencia (la fuerza pública se volvió fuerza bruta), buscó sabotear la elección de la nueva directiva de la Asamblea Nacional, obstruyendo la participación de los sectores opositores, en lo que es sin duda la continuación de su política de acoso, desde el mismo momento en que fue elegida.
Recordemos, en este sentido, el nombramiento del TSJ exprés, la suspensión de las elecciones de Amazonas, la usurpación de funciones a través de las asamblea nacional constituyente, la persecución judicial de alrededor de treinta parlamentarios, en fin. Dentro de este marco no hay que olvidar, dicho sea de paso, la elección presidencial, cuya legitimidad también fue seriamente cuestionada, tanto nacional como internacionalmente.
Se nombró, así pues, una nueva junta directiva eludiendo todas las reglas, integrada por diputados “opositores”, cuyo cambio de postura oscurece aún más el evento, pues, de acuerdo con informaciones que han circulado pareciera que existieron presiones, chantajes, sobornos y otras malas prácticas que desvirtúan la política.
La AN, no hay necesidad de decirlo, es un organismo fundamental dentro de la organización del Estado, pieza angular del Estado de Derecho. Después de lo sucedido resulta difícil entonces, diría Perogrullo, hablar de democracia; esta se ha vuelto progresivamente mera retórica. El descaro con el que se actuó pone de manifiesto (¿exagero?) un retroceso civilizatorio. Se han ido anulando todas las instituciones encargadas del equilibrio y del arbitraje, indispensables para la convivencia en cualquier sociedad.
Así las cosas, lo que aconteció el pasado domingo dificulta seriamente la resolución de la prolongada y aguda crisis nacional, entrabando la posibilidad de acuerdos y por supuesto de elecciones, a fin de normalizar al país, al paso de que se va empeorando la situación en la que transcurre la vida de cada vez más venezolanos. Así, veinte años después de las promesas del chavismo somos un país muy venido a menos en todos los aspectos (económico, social, político, cultural, ambiental …), desvalido, me parece, para poder encarar el futuro que se está dibujando.
El tsunami tecnológico
En efecto, el mundo se encuentra en plena transformación. Están teniendo lugar cambios que afectan radicalmente a las sociedades actuales en todos sus ámbitos, incluso en el de la vida personal de los terrícolas, cuestionando las que se consideraban una suerte de premisas de la condición humana -esto es sus capacidades físicas y mentales-, a través de las innovaciones que se generan, sobre todo desde la genética y la inteligencia artificial. En suma, el mundo se mueve de acuerdo con otras claves presentando desafíos, oportunidades y problemas, en relación con los cuales no hay todavía un libreto que señale cómo se debe actuar, siendo el plano ético el que tal vez presente mayores conflictos.
Nuestro país se encuentra muy distante de los códigos que están marcando, en modo tsunami, la evolución del planeta. No tenemos una narración sobre el futuro, un esbozo siquiera, sobre lo que podría ser nuestra ubicación en el nuevo contexto. Agobiados y distraídos por una crisis política que no da respiro, seguimos sin anclarnos en el siglo XXI, aunque Maduro nos diga, a través de su cuenta de Twitter, que “2020 es el año de la estabilidad y de la prosperidad en todas las dimensiones de la vida nacional, que en el país tenemos lo necesario para lograrlo», una afirmación que, dicho con todo respeto, nos ofende el cerebro.
El actual gobierno no entiende que lo que necesitamos es vivir en un país más amable, institucionalmente bien armado, que exprese mejor su futuro.