Alrededor de este año se cuentan, en “décadas redondas”, varios aniversarios mundialmente significativos para la democracia. Entre otros, tienen especial resonancia los treinta años del desmoronamiento de la Unión Soviética, los veinte del inicio de las revoluciones de colores en la periferia rusa y los diez de las experiencias y aprendizajes de la Primavera Árabe. Más cerca de nosotros, las dos décadas de la Carta Democrática Interamericana.
En Latinoamérica se van sumando bicentenarios de las declaraciones de independencia, en general asumidos con referencia a batallas más que a los arreglos institucionales de las nuevas repúblicas. Es así especialmente en Venezuela donde la conmemoración de los doscientos años de la batalla de Carabobo centró la atención oficial, mientras que ha correspondido a académicos y actores de la sociedad civil llamar la atención sobre aniversarios relativos a la construcción de la república y de la democracia. Estos son recordatorios más que pertinentes para mantener vivas referencias esenciales de la fundación institucional de Venezuela: la elección y reunión del Congreso de 1811, los debates que allí condujeron a la declaración de la independencia el 5 de julio y la aprobación de la Constitución de 1811, el Congreso Constituyente de la Villa del Rosario de Cúcuta que en 1821 dio organización constitucional a la República de Colombia (la llamada Gran Colombia) de la que Venezuela fue parte hasta 1830. Más cerca en el tiempo, es fundamental recordar la Constitución de 1961, especialmente relevante no solo por su tiempo de vigencia sino por la coherencia entre su propósito de institucionalización democrática y su procedimiento de elaboración.
Esa memoria de empeños institucionalizadores a través de acuerdos sobre principios, normas y procedimientos es más necesaria que nunca en tiempos desafiantes para las democracias. Viene al caso recordar otro de los aniversarios: el centenario del Partido Comunista Chino que fue celebrado con grandes ceremonias y la reafirmación sin cortapisas del modelo político y las aspiraciones internacionales de la gran potencia asiática. Un perfil muy lejano, por cierto, a las expectativas que hace medio siglo despertaba el anuncio del encuentro entre Richard Nixon con Mao Tse-tung en Pekín o a las que se cultivaban hace veinte años con el ingreso de China a la Organización Mundial del Comercio.
En cuanto a Rusia, a treinta años del derrumbe soviético, es notable el contraste entre su situación presente y lo que predicaba Mijail Gorbachov en su discurso de renuncia, ya consumada la división: “El sistema totalitario, que privó al país de la oportunidad de ser exitoso y próspero, hace mucho tiempo que se ha eliminado. Un gran avance se ha logrado en el camino hacia el cambio democrático. Las elecciones libres, la libertad de prensa, las libertades religiosas, los órganos representativos del poder, el sistema multipartidista; todo esto se ha hecho realidad. Los derechos humanos son reconocidos como principio supremo […] Nos abrimos al mundo, dejamos de interferir en los asuntos de otros y de emplear tropas más allá de las fronteras del país, y la confianza, la solidaridad y el respeto fueron devueltos como respuesta”.
Mientras tanto, pese al reacercamiento reciente, las relaciones trasatlánticas distan de contar con los compromisos asumidos en medio de la Segunda Guerra Mundial con las declaraciones que hace ochenta años impulsaron desde Londres y el Atlántico la creación de las Naciones Unidas. La Nueva Carta del Atlántico suscrita en junio por el presidente Joe Biden y el primer ministro Boris Johnson es un documento importante, pero de limitado alcance y compromisos efectivos en medio de la multiplicidad de desafíos en y entre Europa y Estados Unidos, cuya cercanía sigue siendo tan importante como freno y contrapeso ante los impulsos totalitarios, autoritarios e iliberales.
La verdad es que los autoritarismos también son desafiados y están respondiendo con medidas represivas cada vez más extremas y menos disimuladas. No es necesario volver sobre Rusia, China y otros regímenes geográficamente lejanos. Tenemos muy cerca dos evoluciones de diversa historia -Cuba y Nicaragua- pero dentro de la misma ruta de consolidar el control del poder: sofocando las protestas y silenciando a las manifestaciones de críticas, disidencia y oposición. En ambos casos, por cierto, dos aniversarios recientes han sido de bajo perfil y limitada asistencia: el 19 de julio como conmemoración de los 42 años del triunfo de la Revolución Sandinista y el 26 de julio, como aniversario 67 del Asalto al Cuartel Moncada. Lo más relevante en ambos casos, aunque sin duda especialmente en el de Cuba, son las manifestaciones de inconformidad social, de extensión sin precedentes, que derivan en reclamos de libertad.
Para volver al comienzo de estos recordatorios, en torno a las Revoluciones de Colores y la Primavera Árabe —desde el mejor balance de las primeras comparado con el limitadísimo de la segunda— conviene mantener en mente lo aprendido por las autocracias pero también los aprendizajes sobre los obstáculos y recursos nacionales e internacionales que condicionan las transiciones a la democracia. En cuanto a estos aprendizajes, ya más cerca de nosotros, tan importante como revalorizar y defender la significación del compromiso logrado hace veinte años en torno a la Carta Democrática Interamericana lo es examinar y trabajar sobre las razones geopolíticas, políticas e institucionales de la limitación de los alcances de la solidaridad democrática en nuestro lado del mundo. No para justificarlas sino para demandar su superación.
En suma, de lo que trata esta selección de aniversarios es de recordar la importancia de mantener muy viva la memoria de los compromisos y empeños democráticos, especialmente en tiempos difíciles como los presentes.
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